domingo, 16 de diciembre de 2012

Los días felices


El día en que tú naciste,
nacieron todas las flores

Había una vez una hermosa niña que cumplió un año más. Estaba muy contenta porque tod@s la habían felicitado desde temprano y rogaba que dieran ya las nueve de la mañana para que llegara papá y rompieran la piñata en el patio de la escuela.

Cuando avisaron a su salón que había llegado la hora, no pudo evitar los saltitos de alegría, le decía a sus mejores amig@s que ella rompería la piñata, una estrella de colores muy bonita, y les daría muchos dulces y chocolates a ell@s porque siempre estaban junt@s y se divertían mucho.

Bajaron todos muy bien formaditos. Cuando ella vio a papá, lo saludó agitando su manita y regalándole una de esas sonrisas que tanto bien le hacen. Las maestras le dijeron cuál era el lugar que debía ocupar en la escalinata que daba a la entrada principal de la guardería, porque ese día ella era la festejada y le tocaba el lugar de honor.

Cuando ya estaban sentadit@s, él pudo entrar y tod@s l@s chiquit@s le hablaban, porque querían llamar su atención. Era muy raro que un papá fuera a un evento así a la escuela, generalmente eran las mamás quienes lo hacían, por eso todos estaban tan sorprendidos, emocionados. Y ella les decía a uno y a otra “¡Es mi papá!” con una linda carita de orgullo.

Así comenzó de lleno un día especial. Todos pasaron a pegarle a la piñata; ella pasó más veces porque era su día. Todos reían, todos cantaban y cuando papá rompió la piñata, todos entraron a la lluvia de dulces para atiborrar sus manitas y después llevarlos a las bolsas donde las maestras los recogían, para después repartirlos equitativamente, nada de abusones que se quedaran con más que los demás. Cuando terminó el momento de la piñata, le cantaron en coro “Las mañanitas”.

Después, se puso más contenta aún porque papá le dijo que como regalo de cumpleaños, le tenía una sorpresa, “¿Cuál es, papi, anda, dime!”, “Cuando la veas la vas a reconocer, mi vida, no comas ansias”, “Está bien, papi” y se quedó tranquilita, pero frotándose las manos una y otra vez.

En el camino, cantaron el Pulpito, Pimpón, Tolín (que era SU canción, porque papá se la regaló). Iba tan concentrada en sus canciones y en platicarle a papá muchas, muchas historias, que no se percató de la sorpresa, hasta que bajaron del auto: “¡Es el Papalote, papi, vinimos al Papalote!”, “¿Te gusta tu sorpresa, mi amor?”, “¡Sí, papá, me gusta mucho!”.

Era un verdadero día especial. Tenían su museo favorito casi para ella sola. Primero, vieron “Una aventura en el mar” y ella descubrió que hay muchos Nemos muy bonitos, como los de la peli. Veía los arrecifes tan grandes y cercanos que no dejaba de intentar tocarlos: ése día descubrió la tercera dimensión y le encantó. “Cuando sea grande, voy a nadar en el mar, papá, y voy a saludar a Nemo y Marlin”, “¿Sí, cariño? ¿Y me vas a invitar”, “¡Sí! ¡Vamos a ir juntos y vamos a ver a Dori también”!, “¡Muy bien, mi chiquita! ¡Y vamos a estar muy contentos!”.

Él la miraba, jugaba y reía con ella y para ella. Pensaba que nunca hubiera imaginado que la vida le regalaría un día como aquel con su niña. Se dejaba llenar de asombro, recordando el día en que supo que venía en camino, cuando experimentó por vez primera esa sensación de que ella siempre estuvo presente en su vida… como si en algún lugar del universo, su pequeña hubiera estado esperando el momento de llegar. Y el momento más inolvidable de su vida: cuando la vio nacer, cuando la cargó por vez primera y le habló “Ya estás aquí, vida, ya llegaste… soy papá” y ella dejó de llorar al escuchar su voz.

Le hacía gracia que apenas unas horas antes, temía ser incapaz de estar solo con su pequeña. Antes, con mamá, después con la abuela, pero nunca él y su niña nada más, ¿y si ella se desesperaba? ¿Y si se le pasaba la hora de darle de comer? ¿Y si extrañaba a mamá o la abuela? Con todo y que estaban muy habituados a que él le preparaba la cena todos los días, que la recogía a diario de la escuela, que jugaban juntos todas las tardes, él se había sentido inseguro, pero ahora se daba cuenta de que eran cosa de risa todos esos temores.

Los dos estaban plenos. Subían el gran árbol gigante, para conocer a los animales de la selva, jugaban con los carritos, aprendiendo las reglas del buen conductor, se disfrazaban en la pequeña cabina de televisión donde ella se puso un tutú y se miró al espejo como sorprendida de lo bonita que se veía. Pasaban laberintos, se acostaban en la cama de clavos o en la pintura de Joan Miró, hacían figuras de arena, posaban junto al elefante de hule tamaño natural, visitaban las casas primitivas del bosquecito, saludaban al faisán, se metían en burbujas enormes y se sentían igual de ligeros que ellas.

Y no paraban de reír. Y se abrazaban ella a su cuello, él a ese pequeño abrazo que abarca su amor entero. Un día increíble que duró todo el tiempo. “¡Estoy contenta, papá, muy contenta!”, “¡Yo también, vida! ¡Mucho, mucho!”.

Cuando llegó la hora de irse, él no podía creer que habían pasado ocho bellísimas horas. Al salir del museo, le preguntó “¿Estás cansada, amorcito? ¿Quieres que te cargue”, y ella le respondió muy segura de sí, “No, papá, quiero caminar”, pero apenas avanzaron unos metros y su carita reflejó todo el cansancio de un día en que no dejó de divertirse, volteó a verlo, alzó sus bracitos y le dijo, “¿Me cargas, papá?”, él soltó una carcajada y le respondió, “Claro que sí, corazón, ven”.

Puso la cabecita en su hombro y se quedó dormida de inmediato. Él la abrazó con un júbilo suave y cálido, mientras avanzaba mirando la puesta de sol. Una pareja de aquellas que tienen toda la vida juntos se cruzó con ellos en el camino, ambos los miraron con una sonrisa de regalo, después se dijeron algo imperceptible.  

Así aprendí que días como aquel son los que se quedan en el recuerdo sin tiempo, para que puedas volver cuando quiera que los necesites, como almácigos de ternura inagotable o maravillosos viñedos que darán las uvas de vida. Los días felices son los más profundos, porque sus raíces están hechas para nutrirte el alma, para siempre.

Te ama,

Papá



domingo, 9 de diciembre de 2012

El paisaje entero



Cuando nos damos cuenta de que nunca
hay una sola historia acerca del mismo lugar,
recuperamos una suerte de paraíso

Chimamanda Adichie


En toda relación humana, es difícil que una sola persona pueda dar cuenta de todo lo que sucede en ese intercambio de ideas, formas de ver la vida y metas que se construyen cuando dos o más seres se unen o se ven hermanados por las circunstancias para recorrer un camino juntos, durante el tiempo que dure el viaje.

Hacerlo implica salirse de sí mismos e ir más allá de la perspectiva que da tener una educación distinta, otro carácter, pero también exige tratar de ver las cosas como las ven los otros.

Tal vez sea imposible hacerlo si nos ponemos muy realistas, pero las herramientas del escritor pueden ser útiles para intentarlo. Entonces usemos la imaginación, reunamos toda la información que encontremos, pongámonos detrás del teclado y descubramos a los personajes como ellos mismo se van planteando: ninguno es absolutamente bueno ni malo, no existen los personajes planos. Si bien tienen caracteres determinados, sus matices los hacen complejos y sus decisiones también definen parte del papel que juegan en la narración. Ése es el asunto central.

Ella era muy extrovertida, sumamente sociable, de palabra fácil, aficionada a estar siempre fuera de casa y que se hiciera lo que quisiese. Él no era muy bueno para socializar, prefería la soledad, sus libros, su música y la discreción de su escritorio, fuera de los reflectores.

Él tenía momentos en los que salía de sí, entonces podía compartir con más de tres personas al mismo tiempo, intercambiar ideas, descubrir cosas nuevas. Ella tenía una enorme dificultad para verse en el espejo, se esforzaba por hacerlo, pero al final cedía a la indiferencia como un escudo.

Ambos poseían su lado oscuro. Ella solía enojarse y al hacerlo arrasaba con todos; era muy hiriente, sabía exactamente dónde dar la estocada. Él, cuando explotaba, parecía un volcán que se arrepiente casi de inmediato. Ella creía que estaba en su derecho de impedir que nadie, especialmente ningún hombre, la sobajara. Él pensaba que no estaba bien enojarse, que eso es de machos… sólo las paredes recibieron su furia, y cuando hace mucho frío, un puño adolorodido se lo recuerda sin piedad.

Aún así, decidieron permanecer juntos bastante tiempo. El suficiente para que la relación se desgastara porque ninguno se dio el tiempo de buscar cómo moldearla, hacerla crecer. Y tuvieron una hija a quien él siempre esperó con todo su amor… pero los conflictos siguieron. 

Años más tarde, llegaron a la conclusión de que todo había terminado y que, por el bien de su pequeña, era mejor separarse. Durante el proceso, en ocasiones él fue intransigente cuando ella intentó ser conciliadora. Y viceversa.

Un día, ella comprendió el mayor poder que le daba el tener a su niña y usó ese hecho en contra de él porque sabía que impedirle verla le dolía profundamente.

Luego hubo un periodo de cierta calma, aunque las discordias nunca desaparecieron: él creía que no debía permitir las agresiones y dejó por completo la postura conciliadora, para responder cada vez que ella quisiera imponer su voluntad. Fue entonces cuando ella llegó al extremo de acusarlo de un delito atroz, en una combinación de malos entendidos, rencor, numerosa información sobre chiquit@s agredid@s, miedo y consejos de terceros que ignoraban el problema. Nunca quiso aclararlo con él.

Aquel golpe lo tiró al suelo. Tardó en levantarse el tiempo que debía tardarse para asimilarlo, después su dignidad lo hizo ponerse de pie. Tardó también en entender que él también jugó un papel determinante para que las cosas llegaran a ese límite. Descubrió que no supo cómo resolver el problema de un mal final. Pero… ¿cómo hacerlo? Aún se lo pregunta.

A pesar de todo, está fuera de sus manos el que ella asuma que también cometió errores. Lo que sí está en sus manos es hacer todo lo que pueda por ayudar a su pequeña, ayudar a otros como una manera de prepararse para recibirla cuando llegue el momento, porque sabe que va a llegar: él está construyéndolo.

Con la pequeña-gran ayuda de la gente que ama y de su voluntad.

Ahora que sabes cómo ver el paisaje entero, debes saber también que conforme avances, advertirás que hay cosas nuevas que estaban fuera de tu alcance, y lo que dejas atrás estará en ti como experiencia, recuerdo y lección. Ten presente que corres el riesgo de que el paisaje te devuelva la mirada y te conmueva. Eso es lo que nos ayuda a crecer.

Te ama,

Papá