viernes, 4 de octubre de 2013

Esperanza


Creo que he visto una luz
Al otro lado del río

Jorge Drexler

A la memoria de Acacia Reveles,
que partió un 4 de octubre
sin tener una última vez
a su nieta entre los brazos

Hijita:

En la orilla de un río, dos hombres escuchan algo que les llama la atención, un sonido que viene de una bolsa negra flotando en la superficie. Con una rama caída, logran alcanzar el paquete, mientras cesa el sonido como si todo se quedara expectante. El primero dice rogando estar en lo cierto: "Es un gato"; el segundo exclama después de abrir un poco la bolsa y atisbar en su interior: "¡No! ¡Es un bebé!".

Con prisa, pero con mucho cuidado, saca la bolsa del agua, la deposita en el césped, la abre y los dos miran estupefactos a una bebé con un vestidito claro y una diadema elástica con un moño… no saben qué hacer, la miran agitar los brazos y las piernas como si se liberara de algo, la escuchan llorar y sólo atinan a repetir una y otra vez "¡Es una bebé! ¡Es una bebé!", hasta que reaccionan y uno la carga con las dos manos extendidas, aún en shock, como dándosela a lo intangible sin entender porqué estaba ahí esa pequeña que tal vez tendría días de nacida.

El video termina con los hombres corriendo hacia algún lugar, y nada más.

Yo me quedo con una lágrima pasmada. No comprendo qué llevaría a quien sea a hacer algo así. Concluyo que la pequeña tiene una nueva oportunidad, que ha vuelto a nacer con un dejo espiritual porque fue salvada de las aguas. Sólo me queda enviarle a través mi llanto el deseo de que hoy tenga el amor que le negaron al abandonarla.

Después, mi memoria trae ciertos recuerdos sin que yo lo pida. Primero, mis días de estudiante cuando fui asignado a un equipo para hacer prácticas con niños de preescolar; ahí conocí a dos hermanitos que, por alguna razón, vieron en mí a alguien en quien confiar. Era una experiencia nueva, porque no me sentía capaz de trabajar con niños (y aún me siento así).

Un día, ambos llegaron con moretones en sus brazos; preocupado, trabajé como pude con ellos y detecté que su papá los había maltratado, que el mayor tenía más huellas porque intentó defender al pequeño, que no era la primera vez que sucedía. Lo reporté a las maestras del kínder y me dijeron que la madre se los había confiado alguna vez: los tres eran víctimas del padre, sobre todo el más chico. No podían hacer nada. Hablé con mi maestra en la universidad y me dijo lo mismo. En aquel entonces no había protocolos para proteger a los niños y las mujeres víctimas de violencia. Y yo no supe qué hacer con mi impotencia.

Cuando terminó nuestra labor en su jardín de niños, me enfrenté a una despedida muy difícil porque de alguna manera sentía que los estaba abandonando. Me dieron un abrazo; yo le dejé a cada uno una paleta de colores y la esperanza de que entendieran que existimos hombres distintos al que les tocó como padre. 

Luego, vienen las imágenes del tiempo que trabajé con niños de la calle. Las historias de abuso en todas sus formas que recogí. La prisión del mundo en el que vivían sin posibilidades de acceder a algo mejor que el trapo empapado de la sustancia que los ayudaba a espantar el hambre.

Para entonces estaba más preparado –si puede llamársele de alguna manera– e hice lo que pude para ayudar a los que se dejaran ayudar. Cada vez que llegaba a alguno de los puentes donde vivían o los lugares donde se refugiaban, me saludaban con afecto: “¿Cómo está, psicólogo? ¿Ahora sí me va a regalar un peso?”, y ya conocían mi respuesta: “Si quieres ganarte algo, podemos ayudarte a conseguir un trabajo, ya lo sabes”. “¡No, cómo cree! Aquí soy libre de hacer lo que quiera”.

¿Cuántas muchachas y niñas? ¿Cuántos muchachos y niños? Ya no lo sé. ¿Libres de hacer lo que quieran? El mundo puede encogerse cuando un origen adverso y un ambiente hostil atrapan a un ser humano.

Fui por un instante testigo de sus vidas, de sus tragedias. Quienes trabajábamos con ellos (psicólogos, antropólogos, sociólogos, trabajadores sociales, voluntarios) les apoyamos en lo que nos permitieron, incluso cuando sus verdugos constantes –como sus propios padres, a los que dejaron atrás– trataban de victimizarlos como siempre: la policía.

¿Cómo podían ver otro mundo, si aprendieron que nada más existía aquel para ellos? Un lugar en el que la única opción era la calle que los llamaba y les prometía ser libres, hacer lo que necesitaran sin rendirle cuentas a nadie, terminar rápido su sufrimiento. El único anciano entre ellos tenía 26 años, las piernas mal curadas después de un atropellamiento y unas muletas para llegar a su destino. El precio de su libertad. Me queda el consuelo de aquellos que logramos sacar  de la calle.

Tantos niños arrojados al olvido. Y cuántas personas echando de menos a sus pequeños, añorando abrazarles, descubrir mundos con ellos.

He visto a los ojos a víctimas de algunas de las peores formas de maldad y eso me afectó mucho, porque nadie me preparó. ¿Acaso alguien puede hacerlo?

La vida puede ser tan pequeña como la haga cada quien, aunque duerma entre cuatro paredes, tenga para comer todos los días, viaje a lugares lejanos. Un rencor, un odio, pueden mantener  atrapada a cualquier persona, hacerla repetir los errores… incluso los que cometieron sus padres, sus abuelos.

Pienso que tenemos la puerta abierta para aprender, para disfrutar lo que alcancemos y lo que de bueno nos toque vivir, para superar lo doloroso, para encontrar y encontrarnos: ser otros más libres.

Afortunadamente, también he visto lo que es capaz de hacer la gente bondadosa.

Cada ser humano es aquella bebé pidiendo ayuda. Su salvación tiene un nombre que quiero darle por ti: Esperanza.

Te ama,


Papá