La mejor gloria no es nunca caer,
sino levantarse siempre
Nelson
Mandela, 1918-2013
Mi vida linda:
Hoy se cumple un año más de aquella
hermosa primera vez que te tuve en mis brazos. Siempre recordaré el momento en
que las ginecólogas te ayudaron a llegar al mundo, el llanto que liberaste para
tener tu primera bocanada de aire y las palabras de la pediatra: “lo felicito,
tiene una niña completamente sana”.
Ese día supe que mi vida pasaba de
preocuparme sólo por mí, a construir un camino que fuera útil para ti también, para que el día en que llegue la hora, construyas el tuyo. Sinceramente, también
experimenté esa angustia tan común entre quienes tienen esta experiencia por
primera vez: ¿seré un buen padre? ¿Cómo hago para ser un buen padre?
Nadie puede responderlo. Pero lo que
sí puedo hacer es heredarte un ejemplo concreto, humano, imperfecto: una
enseñanza. Eso es lo que quiero obsequiarte en este día, con el sol de invierno
iluminándonos.
¿Sabes? Tu padre creció en una
atmósfera donde se respiraba el derecho a ser libre y a tener una vida en la
que nadie te impusiera un lugar por tu raza, posición social o género. Abundaban
los libros, las conversaciones de adultos donde se hablaba de los Derechos
Humanos, la responsabilidad ciudadana de luchar por ellos, los logros, lo mucho
que faltaba por alcanzar. Conocí a mujeres y a hombres que llevan en la piel las
marcas de lo que gobiernos hacían –en México, Argentina, Uruguay, Chile, Puerto
Rico– a quienes creían en la posibilidad de construir una sociedad más justa.
Hacia la segunda mitad de los
ochentas, como muchos otros adolescentes, me enteraba de lo que sucedía en el
mundo a través de la radio, ciertas revistas y ciertos diarios; si querías
tener una visión más abierta del mundo, no debías confiar nunca en la
televisión (cosa que no ha cambiado demasiado). En esa década cuando todavía no
existía internet, intercambiaba información con amigos, con algunos jóvenes
mayores que yo, con los pocos adultos dispuestos a escuchar e intercambiar
ideas con quienes empezábamos a ejercitar nuestro criterio. Así, encontré otras
historias muy lejanas, que no tenían que ver con la historia del continente
americano. Aparentemente.
Faltaba poco para que el Muro de
Berlín fuese derribado, aún perduraba la Guerra Fría y la división entre el
bloque occidental, encabezado por Estados Unidos, y el bloque comunista, liderado
por la hoy desaparecida Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS).
En la fiebre que hubo durante esos
años por lo que llamaban El Compromiso,
muchos de los músicos que escuchábamos se involucraron en la defensa de los
Derechos Humanos. Generalmente, volteaban hacia los llamados “países del tercer
mundo”, naciones sin la riqueza ni la fuerza para ser parte de ninguno de los
dos bloques, un tanto a merced de la rivalidad de los más fuertes.
Estos músicos que llegaban a
millones de jóvenes, nos aportaban visiones sobre la injusticia a la que eran
sometidas personas y sociedades enteras. Entre esas historias, llegó a mí la de
Nelson Mandela, preso desde hacia unos 22 años por su oposición al gobierno de
su país, que segregaba a la raza negra. Como siempre, mi curiosidad me llevó a
investigar más sobre el tema, pero en esos días no existía ese simple escribir
un nombre en Google y dar clic, así que tomé la enciclopedia de historia
universal que teníamos en casa y pude conocer un poco más acerca de Sudáfrica,
el origen del régimen del Apartheid,
la supremacía blanca. Alguna vez, haciendo tarea para mi clase de inglés en la
Biblioteca Benjamín Franklin, pude conocer otro poquito sobre Sudáfrica, pero
casi nada sobre Mandela.
En realidad, mi fuente principal de
información sobre él procedía de los conciertos que se organizaban para
difundir los Derechos Humanos, en los que gente como Peter Gabriel, U2, Simple
Minds, nos daban noticias acerca de injusticias como las que se cometían en contra
de algunas personas que encabezaban o iconizaban el dolor de sociedades enteras.
De alguna manera, lo poco que pude
saber sobre él, me hizo verlo como un Mahatma Gandhi contemporáneo. A través de
los siguientes años, llegué a oír que líderes de potencias occidentales lo
consideraban un terrorista, que la URSS imprimió sellos postales con su imagen.
No sé si era mi impresión o por lo atento que estaba de él, pero cada vez
escuchaba más sobre lo que pasaba en Sudáfrica y que mucha gente estaba
presionando para que fuese liberado.
En 1988, mientras en México se
preparaba un fraude que haría presidente a Carlos Salinas, el 11 de junio se
llevó a cabo en Londres un concierto en el estadio de Wembley para homenajear a
Mandela por su cumpleaños número setenta. No sé si él se haya enterado del
evento, pero llegó a millones de personas y representó una presión
enorme para el gobierno sudafricano, así que un año y medio después, en febrero
de 1990, finalmente la justicia ganó la partida y Mandela fue liberado. A mis
17 años, con inocencia adolescente, me sentí alegre porque significaba para mí
y muchas otras personas que podía haber un mundo mejor.
Seguí con mi vida, siempre atento a
Madiba –como supe en la década pasada que le llamaban con cariño y profundo
respeto–. Me emocioné cuando ganó las elecciones en 1994 y encabezó una muy
compleja transición que unificó a los distintos pueblos y razas de su país.
¡Quién pensaría que un hombre de su edad tendría la energía para hacer algo
así! Pues lo hizo, sacudiéndose el rencor que pudo haber cultivado en su alma
durante esos veintisiete años, inspirando a su gente y a millones de personas más
allá de sus fronteras.
Cuando niño, en la primaria aprendí
a ver a un Padre de la Patria como un ser casi fantástico, perfecto, sin
manchas. Conocer a un hombre al que en vida bautizaron así en su nación, le
daba un giro de 180 grados a lo que me enseñaron. Éste era un personaje con sus
fallas, que no pretendía ser perfecto, incluso sonreía y bromeaba con calidez.
Empuñó las armas antes de ser encarcelado, porque llegó a convencerse de que ese era el
único camino que le dejaban, pero en su vejez, lideró a un país que estaba al borde de la guerra con el báculo de la paz y
la reconciliación. La crónica que ligo aquí lo explica mucho mejor que yo.
Otra coincidencia: el año en que
terminó la relación entre tus padres, se estrenó una película que cuenta un
capítulo histórico para aquel país. En 1995, durante el primer año de la presidencia
de Mandela, se organizó el mundial de rugby en Sudáfrica. El primer presidente
negro del país, convirtió ese evento en un paso estratégico para la
reconciliación. Según lo que se plantea en la narración, Madiba dio a los
jugadores de la selección sudafricana un pedazo de lo que le ayudó a derrotar
todo lo que estaba en su contra, un poema escrito un siglo atrás por otro
hombre con una vida dura:
En
la noche que me envuelve
Negra
como un pozo insondable
Doy
gracias al Dios que fuere
Por
mi alma inconquistable
En
las garras de las circunstancias
No
he gemido ni llorado
Ante
las puñaladas del azar
Si
bien he sangrado, jamás me he postrado
Más
allá de este lugar de ira y llanto
Acecha
la oscuridad con su dolor
No
obstante la amenaza de los años
Me
halla y me hallará sin temor
Ya
no importa cuán recto haya sido el camino
Ni
cuántos castigos lleve a la espalda
Soy
el amo de mi destino
Soy
el capitán de mi alma
El poema se llama Invictus, y lo escribió William Ernest Henley. Mandela lo repetía como un mantra cuando estaba en prisión.
Hace once días partió Madiba. La
noche anterior, Daniela y yo habíamos visto nuevamente aquella película del
mismo nombre; luego, platicamos sobre él y que era uno de los últimos grandes
seres humanos del siglo XX. Pienso que no fue una casualidad, sino una despedida para recordar que durante unos veintitantos años estuvo
discretamente presente en mi vida y en la de tanta gente.
Te preguntarás qué tiene que ver
todo este viaje con el objetivo de celebrar tu cumpleaños. Hace cuatro años que
no puedo cantarte las mañanitas, darte una de esas sorpresas que tanto te gustan, darte un
abrazo. Así que voy dejándote mi huella, para que el día en que estemos juntos
de nuevo tengas los regalos más importantes que un padre puede darle a su hija:
aquello que he aprendido para salir siempre adelante con dignidad. Una herencia
mayor que cualquier cosa, porque pasa de generación en generación, de frontera
a frontera, de una raza a la otra.
Para mí, tu llegada ha sido el más
grande regalo que me ha dado la vida y el que yo he dado al mundo, por eso sé
que lo que pueda dejarte para tu bien es lo más importante. Madiba me inspiró
tanto, que al primer proyecto que comenzamos, le pusimos ese nombre que ayuda a
saber que no importa cuántas veces nos encontremos con el suelo, la mayor
gloria es siempre ponerse de pie.
Cuando aprendías a caminar, buscaba impulsarte en todo momento a ir más lejos. Cuando eras más grandecita, te hacía
saber que podías hacer lo que la imaginabas. Varias veces caíste, algunas te consolé
y luego te ayudé a volver a explorar; en otras ocasiones, te levantaste sola.
Un día, en el parque, ibas de un
juego a otro como todos los niños. En un momento, te quedaste pensativa por
unos segundos, estabas poniéndote un reto. Caminaste decidida sin decir a dónde
ibas y comenzaste a trepar un muro para escalar, sin pedirme ayuda. Al llegar
la cima, volteaste orgullosa y sellaste con un “¡Bravo!” tu victoria, que la abuela y yo
celebramos aplaudiéndote con mucha felicidad.
Supe que estaba enseñándote
bien, porque así he aprendido de gente cercana y personas ejemplares para la humanidad. Ésas son las cosas que quiero dejarte para que construyas un alma
inconquistable.
Feliz cumpleaños, hijita.
Te ama,
Papá