jueves, 28 de noviembre de 2013

Un brillo cálido en los ojos


Cuando el niño era niño 
no sabía que era niño,
para él todo estaba animado
y todas las almas eran una.

Peter Handke

Corazón:

En las distintas fases de la vida, hay momentos en los que estamos más receptivos para las enseñanzas. Por ejemplo, cuando se llega a los veinte años, se entra a una etapa en la que los descubrimientos suelen ser tan impactantes como al comenzar la primaria, lo que se aprende será útil para leer la realidad, para marcar la pauta de las decisiones, para definir el futuro.

En la primera mitad de los años noventa, acostumbraba ir a todas las muestras de cine que pudiese. Vi algunas grandes películas, otras medianas y otras muy olvidables. Confieso que disfrutaba esa pose soberbia de analizar la dirección, la fotografía, el guión, la ambientación, actitud muy de universitario con aficiones al arte y muchos talleres por el estilo. Esas predilecciones se convirtieron después en herramientas prácticas.

Entre los muchos filmes que vi, uno aún me estremece como aquella primera vez: Las alas del deseo. Es la historia de Damiel, un ángel que como todos sus congéneres no puede interactuar con las personas, sólo las mira profundamente, las escucha y, cuando alguien sufre, tiene la capacidad de reconfortarle e infundirle ganas de vivir con un toque imperceptible. Los niños son los únicos que pueden verlos, tal vez porque aún tienen un alma limpia.

Damiel tiene un amigo, Cassiel, a quien le comparte sus ganas cada vez más fuertes de experimentar la vida humana. Un día viajando por Berlín, Damiel conoce a Marion, la trapecista de un pequeño circo que vive en un mundo de melancolía; por ella, toma una decisión de esas que no tienen vuelta atrás.

Cada que la veo, encuentro algo nuevo. Hoy, la revisité desde el ángulo de padre. En la historia, hay mujeres y hombres preocupados por el futuro de sus hijos, que lo expresan a través acciones como la de ayudarle a una pequeña con poliomielitis a ponerse los arneses que le ayudarán a caminar, jugando con ellos o simplemente alimentándolos.  

Entonces me di cuenta de que entre los mayores temores de cualquier padre, está el no poder ayudar a nuestros hijos cuando lo necesiten.  Quisiéramos que nada les hiciera daño, levantarles del piso si han caído, acompañarles siempre.

Imposible.

A menos que se busque convertir a una persona en hijo permanente.

El camino de la vida pasa por convertirse en individuo, independizarse, tomar decisiones propias. ¿Y si una hija o un hijo cometen un error terrible? ¿O si dañan a alguien más? Tendrán la oportunidad de aprender que los errores marcan en menor o mayor medida, que quizás puedan transformar lo sucedido en algo que les ayude a vivir. ¿Y si lo que hacen merece un castigo severo? Tal vez nos hagan morir un poco o mucho y recibiremos también de alguna manera la condena. ¿Y si les acusan de algo que no cometieron? Estaremos ahí, a su lado, apoyándoles como podamos.

Seremos testigos de sus alegrías, de sus pesares. Les veremos crecer y, si hicimos bien nuestro trabajo, madurar con lo que hayan construido.

¿Y si nos los arrebatan antes de tiempo? No tengo respuesta para esa pregunta, porque ni siquiera existe una palabra que dé nombre a la pérdida de una hija o un hijo.

No soy una persona religiosa. Me educaron para decidir por mí mismo si quería seguir algún credo. En las iglesias no he encontrado respuestas a mis preguntas. Las he encontrado en las enseñanzas de la vida y en la guía distintos maestros. Eso sí, he tenido experiencias espirituales en la punta de una montaña mirando la línea que divide perfectamente la noche del día, sentado ante una enorme fogata en el desierto bajo un halo lunar, meditando al ritmo de mi respiración, contemplando un eclipse de sol, recuperando el aliento después de que la muerte se me acercó en forma de mar.

A la mitad de la vida, comencé una nueva etapa de descubrimientos. Me gusta pensar que algo me tocó para reconfortarme cuando había perdido el sentido, porque un día sin pensarlo, salí de mi cueva y me reencontré con el mundo.

“Papi, hoy le voy a decir a Marifer que tengo muchos poemas en mi casa verde”, me decías mientras yo soltaba el perno de tu sillita del coche, para luego cargarte. “¿Sí, mi vida? ¿Te gustan?”, “Sí, papi, mucho mucho… y luego vamos a jugar con Zared y Monserrat y les voy a contar que me escribiste otro poema muy bonito”, “Qué bueno que te gusten, corazón, eso me hace feliz”.

Así platicábamos, tú en mis brazos, yo caminando hacia un día más, después de haberme separado de mamá, poco tiempo atrás. Eran los días en que podía llevarte a la escuela, pasar por ti y regresarte a tu otra casa, la casa que decidí dejar. Al día siguiente, repetíamos la rutina y en el camino te decía lo mucho que te amo y que, a pesar de que mamá y yo ya no podíamos estar juntos, siempre estaremos ahí para cuidarte.

Luego, en la soledad nocturna, leía en voz alta La Odisea -había encontrado que, después de muchos intentos infructuosos, sólo así podía abordarla-. De esa manera, mi concentración era tan profunda, que entraba en una especie de ensueño: comprendí el poder de los mantras, la oración, los cantos. Un hallazgo que me ha marcado para el resto de mis días.

Una mañana de invierno, te llevaba otra vez en mis brazos a la guardería. Al doblar la esquina, un vagabundo venía hacia nosotros envuelto en un edredón absurdamente blanco, tan límpido, que era inevitable ver el contraste con su pelo revuelto y su cara negra de mugre. Recordé un canto de La Odisea que cuenta que en la antigüedad las personas eran amables con los mendigos, porque pensaban que podía tratarse de un dios disfrazado para ponerles a prueba.

Al cruzarnos, le regalamos una sonrisa. Él respondió con un brillo cálido en los ojos. La curiosidad te hizo voltear sobre mi hombro para seguirlo, y dijiste: “Mira, papi, es un ángel”.