martes, 16 de diciembre de 2014

Una luciérnaga bajo el sol


 "Traigo un pez globo inflado 
y con cuerdita, 
una caja de crayones, 
una luciérnaga encendida. 
Traigo amaneceres en las manos, 
todos tibios, 
dulces y coloreados,
 un alma en caramelo 
y un corazón portarretratos".

Edel Juárez

Un año más, hija. Uno distinto, porque ahora estamos un poco más cerca y, como te dije, es tiempo de una nueva historia, que escribiremos cada quien a su manera para construir el futuro. Me pregunto cómo seremos cuando veamos a la distancia esto que comienza, me da mucha curiosidad.

Así que imagino que un día iremos juntos al cine a descubrir una película que nos guste a los dos, o que organizamos una comida en la que preparo tu platillo favorito y tú haces un postre de esos que me encantan, o que te miro recibir tu diploma al terminar tu carrera vestida de toga y birrete (o tal vez seas tan iconoclasta como tu padre y rechaces esas convenciones sociales).

Luego pienso que sería fantástico pasear juntos, ir a un concierto de algún grupo o cantante que te guste, quién sabe, tal vez Katie Perry, por ejemplo, y seguro que me sentiré ridículo, fuera de mi elemento, pero feliz de verte feliz. Luego, para compensar, a lo mejor veamos a U2 y tú dirás “osh, música para papás”, pero no podrás ocultar lo bien que lo pasaste.

Subiremos el Cerro del Tepozteco para maravillarnos con el hermoso paisaje del lugar donde viví uno de los mejores momentos de mi juventud. Me preguntarás qué cosas alocadas hice cuando el cabello me caía a media espalda y vestía camisas amplias, yendo de aquí para allá con el diario La Jornada en mi morral de cuero. Y tú verás mis fotos de entonces, divertida. Quizás te parezca risible la moda, o puede que regrese para esos años y la adoptes para tu propio viaje.

Te contaré del restaurante que intentamos sacar adelante un puñado de amigos, de cuando llegaban músicos, actores, titiriteros a ofrecernos sus espectáculos para el lugar que se prestaba perfecto para ello y eran todo un éxito y nuestro lugar iba haciéndose de una reputación, con un nombre que marcaba su vocación: L’Evasione.

Y nos escaparemos a los lugares donde anduve, al río cerca de Amatlán y, si corremos con suerte, veremos  las pozas y las cascadas correr de agua clara. Te platicaré de esas huidas a nadar en el río, cosas de jóvenes que se aventuran para conocer cosas nuevas, de las fiestas para celebrar el gusto de ser.

Habrá muchos personajes, algunos protagónicos junto conmigo; otros incidentales, pasajeros, que jugaron un papel importante en esas historias. Y mientras cae la noche, veremos las luciérnagas dando luz a nuestro andar, como estrellas cercanas solo para nosotros, cautivándonos con su serena magia, invisible bajo el sol.

Justo como cada paso que doy para acortar la distancia entre nosotros. Feliz cumpleaños, hija.

Te ama,

Papá

 Café Tacvba - Las Flores

jueves, 11 de diciembre de 2014

En busca de la mano de mi hija


“El pasado nunca está muerto.
Ni siquiera es pasado”

William Faulkner
Hija:

Después de meses de bloqueo en los que no había podido escribir una sola línea, hoy regreso con una historia que me cautivó tanto que la traduje a nuestro idioma, porque tiene mucho que enseñarnos aun cuando nuestras circunstancias son distintas. En ella, Thom explora sus recuerdos de padre ausente por decisión propia y por la inercia de una historia de vida que a veces parece determinar su destino; también nos cuenta cómo a pesar de ello, ha puesto todo su amor y esfuerzo para encontrar el camino de vuelta a la vida de su hija.

Te ama,

Papá


En busca de la mano de mi hija

Por Thom Bassett

De pronto, Bekah se inclinó hacia adelante, sus codos aterrizaron en la barra de la cocina y sus manos cubrían su cara empapada de lágrimas. Una vez más, trataba de ahogar un sollozo que estalló casi de inmediato como un látigo que me arrojó lejos de ella. Huí a mi dormitorio donde exploté con una sarta de palabras acusadoras, enojadas… esa fue mi reacción a la sacudida que me dio con el estruendo de su llanto.

“El pasado nunca está muerto. Ni siquiera es pasado”, dijo William Faulkner; esa máxima ha dejado de ser un cliché literario en mi vida. Mientras me sentaba ante mi escritorio y escuchaba los pasos lentos de Bekah atravesando la casa entera hasta el tercer piso, descubrí lo férreo de la verdad que nos controlaba: mi hija de 24 años y yo estábamos atrapados en ese momento terrible por nuestra historia.

Abandoné a Bekah y a su madre cuando tenía poco más de dos años de edad, un día antes de Acción de Gracias de 1992. En ese entonces, yo era un niño traumado, prisionero en el cuerpo de un hombre joven, alguien que tenía nada que ofrecer como pareja o como padre. Después de irme, casi nunca aporté para su manutención. Casi siempre ignoré los cumpleaños y las navidades. Sumando el tiempo que la vi desde su primera infancia, hasta después de su graduación de la secundaria, apenas pasamos juntos unas 72 horas.

Hice esfuerzos esporádicos por ir a verla a Texas, mientras daba tumbos de un lugar a otro –Missouri, Colorado, Vermont–. De vez en cuando alguna llamada telefónica torpe, dolorosa. La conexión fue siempre frágil, tan susceptible a la fractura una y otra vez.

Durante esos años, mis repetidas caídas en la depresión y mi lucha contra las adicciones, sin duda influyeron en mi capacidad de construir una relación con una niña que se convirtió en una adolescente cautelosa que se convirtió en una joven mujer ansiosa por conocerme. La única constante era mi silencio… porque resultaba más fácil.

Porque era más fácil repetir el patrón heredado por mi padre biológico, que nos abandonó a mi madre y a mí cuando yo tenía casi la misma edad que Bekah cuando me fui. Porque era más fácil repetir el patrón creado por mi madre y mi padrastro, que ignoraron mis necesidades cuando parecían demasiado difíciles de satisfacer. Porque era más fácil darle a Bekah el mismo egoísmo de alma rota que yo había recibido durante mi crecimiento.

Sin embargo, tengo una suerte inexplicable: el corazón de mi hija era más grande y leal que el mío. A pesar de mi egoísmo y mi ignorancia culpable, ella nunca se rindió. A pesar de mi amor extraviado y confuso, ella seguía abriéndome puertas que no me atrevía a cruzar.


Hace unos años, incluso después de haber ignorado su invitación para asistir a su graduación de la secundaria, Bekah me ofreció tomar un vuelo de cuatro horas desde Texas para visitarme en Rhode Island, donde ahora vivía, cruzar el país de sur a norte, viajar tres mil kilómetros para vernos. Esa primera vez invitó a su novio, luego viajó sola y poco a poco hicimos grandes descubrimientos. En una de aquellas visitas, al explorar el Sendero de la Libertad en Boston, supimos de nuestro mutuo y profundo interés por la historia. En otra ocasión, nos sorprendió encontrar en nuestra agudeza verbal otro rasgo compartido. Después, divertidos, nos dimos cuenta de que nuestra oreja izquierda sobresale un poco más que la derecha.

A medida que el tiempo transcurría, nuestra relación fue madurando de manera singular (aunque la convivencia no siempre fue fácil), hasta el invierno de 2012, cuando Bekah decidió que estaba lista para darle a la universidad otra oportunidad después de haber dejado los estudios temporalmente gracias a un semestre desastroso. Entonces me comunicó que quería vivir con mi novia y yo, para asistir a la universidad donde soy maestro.

De manera sorpresiva, me estaba dando una nueva oportunidad. Podía obtener una educación gratuita, al tiempo que podríamos vivir juntos, de modo que en agosto de 2013, a una edad en la que mayoría de los hijos comienzan su vida independiente, Bekah se mudó a casa de su padre. Así comenzamos una vida bajo el mismo techo por primera vez desde que usaba pañales.

Desde entonces, ambos hemos crecido como seres humano, más cercanos de lo que nunca pensé posible. Nos hemos contado lo que vivió cada uno durante los años perdidos. Estamos encantados por nuestro amor compartido por las almejas a las brasas y los insulsos programas de televisión sobre cazafantasmas. Hemos conversado sobre lo que importa y lo que es insignificante en la vida. Hoy tenemos un lenguaje común, bromas internas y una creciente alacena de recuerdos.

Este verano, mi novia viajó por cuestiones de trabajo, y ahora mi hija y yo estamos atrapados con más fuerza en la paradoja que plantea aquella frase de Faulkner. Desde que estamos solos en casa, he visto en mi hija a una joven mujer independiente y segura de sí misma, que al mismo tiempo, de manera progresiva e inconsciente, se comporta como la adolescente que intenta destrozar la paciencia de su padre al poner a todo volumen una insufrible canción de rap; luego es la niña de diez años que quiere el consuelo de papá cuando le duele el estómago. Entonces encuentro en su mirada las mismas expresiones de las pocas imágenes que poseo de su infancia.

Tal vez nada de eso sea noticia para los padres que han criado a sus hijos. Para mí, ha sido un descubrimiento profundo. Mientras voy conociendo a la Bekah de hoy, aprendo también a entender cómo se manifiesta la Bekah que sigue siendo quien era, mientras yo estaba ausente y lejano. Ese tiempo nunca podremos recuperarlo, pero tenemos momentos en los que experimentamos juntos, de manera fugaz, lo que debimos vivir en el pasado.

Al mismo tiempo, mientras más crece la confianza que vamos tejiendo juntos, más llegan a la superficie de nuestra vida nueva su rabia y su dolor por haberla privado de todo esto durante la mayor parte de su vida. El pasado no está muerto.


Así que hace unos días, sin advertencia alguna, lo que debió ser una conversación cualquiera en la cocina sobre un asunto cualquiera se convirtió en una batalla. Ninguno podía decir lo que sentía, ni siquiera entendíamos lo que estábamos sintiendo. Y terminamos cada uno por su lado, separados por una escalera y años de dolor.

Sin embargo, el presente no es sólo el pasado. A lo largo de estos quince meses maravillosos y desgarradores, he aprendido que debo enfocarme en amar a mi hija incondicionalmente.

Esa noche, salió para calmarse dando un paseo; yo le envié un mensaje diciéndole que podríamos hablar cuando ella se sintiera lista y que sentía mucho haberme salido de control. Era sólo un correo electrónico, pero supe que era importante que yo abriera la puerta primero. Bekah respondió más tarde que aún se sentía demasiado molesta para hablar de lo sucedido.

Pasaron dos días de un tenso silencio. La incertidumbre me atormentaba; quería hablar, tomarla en mis brazos, llorar, pero no hice nada de eso. Sólo traté de mostrar una tranquilidad que no sentía.

Al fin, Bekah pidió que habláramos. Sus grandes ojos verdes se llenaron de lágrimas al confesar su miedo de expresar toda su tristeza y su ira. Miedo de que si lo expresa, de nuevo haga lo que he hecho tantas veces antes: abandonarla.

El amor –ahora lo entiendo– es tan imperfecto como el corazón en el que reside. Sin duda cometeré otros errores. Pero después de escuchar a Bekah confesar su miedo, jamás volveré a alejarme de ella. Ni siquiera cuando me sienta completamente abrumado.

Se lo he dicho y ella no me cree. Entiendo que dude, a pesar de lo lejos que hemos llegado; mi hija tiene derecho dudar de mí.

Pero no importa lo que ella pueda o no creer. Siempre voy a lamentar las innumerables oportunidades de tomar la mano de mi hija que perdí durante tantos años. No importa lo que me reproche de nuestro pasado: me quedaré con ella. En la misma sala, con el mismo cúmulo de tiempo, bajo la misma tormenta de emociones. En lugar de dar la media vuelta, sostendré su mirada. En lugar de soltar su mano, mantendré la mía firme y fuerte.

http://goodmenproject.com/families/finding-my-daughters-hand-gmp/#sthash.zSjhKYOp.dpuf


lunes, 30 de junio de 2014

Volver al corazón




Y uniré las puntas de un mismo lazo
Y me iré tranquilo, me iré despacio
Y te daré todo y me darás algo
Algo que me alivie un poco más

Fito Páez

¿Para qué sirve recordar? Esa pregunta me ha movido durante los últimos meses, desde que logré verte de nuevo. Y no encuentro una respuesta sencilla, solo ideas sueltas sobre cómo lograr que reconozcas a este, tu padre. A veces, quisiera que la memoria te devolviera aquellos momentos en los que te ponías feliz al verme cuando salías de la escuela y corrías para echarte a mis brazos, o cuando cantábamos “Estrellita, ¿dónde estás? / Quiero verte titilar / En el bosque y en mar / Un diamante de verdad”.

O cuando íbamos por ahí y querías saltar del lugar más alto que encontraras, para enseñarme y probarte que puedes lograr lo que te propongas. O las fiestas en las que mirabas contenta a tu abuela cantar y luego la tomabas de la mano para que te llevara a un juego, o para que fuera tu cómplice en el juego de darle una probadita al pastel antes que todos.

Momentos como cuando platicabas y platicabas y yo te decía “ya es hora de dormir, corazoncito”, y tú me decías que sí, que ya te ibas a dormir, para seguir platicando otro rato, hasta que me decías “papá, ¿me abrazas?” o “papá, ¿me cantas como cuando era chiquita?”, y yo te arrullaba hasta que empezabas a soñar.

¿Dónde guarda tu memoria todos esos momentos? No lo sé. Mis propios recuerdos tempranos son muy difusos: me traen una tarde en un columpio, cuando quise imitar a los niños más grandes que se columpiaban de pie, pero nadie me dijo que debía hacerlo con ambas manos, así que volé para estrellarme contra el pavimento y ganarme una de mis primeras cicatrices. Luego, una pendiente y yo bajando a toda velocidad (la que se puede tener a los tres años) sintiendo el aire en mi frente. Mi mano acariciando el pelo suave del perro de mis abuelos, Topo, que me daba la patita cuando se lo pedía y a mí me impresionaba tanto ese gesto, que pensaba que tal vez podía hablar también. Un pequeño disco con un dibujo en forma de elipse, que se convertía en un remolino al girar y yo mirándolo fascinado mientras me iba quedando dormido en la colchonetita, junto con mis compañeros en la guardería.

Esas remembranzas tienen algo que reconforta, aunque sean muy breves y ligeros. A la mitad de la vida, traer esos y otros recuerdos me ha permitido descubrir cosas que no había visto antes, reconciliarme con mi padre, comprender los errores de él y de mi madre.

Las palabras también tienen su historia y su herencia. Por ejemplo, la palabra recordar significa retornar al corazón, porque en la antigüedad, se creía que el corazón es el lugar de la memoria. Incluso hoy, cuando hablamos de los sentimientos, nos referimos al corazón. Y no lo sé, pero cuando algo duele, lo siento aquí, a la altura del pecho donde late; cuando estoy eufórico, se acelera igual que cuando me hierve la sangre.

Quisiera decirle a tu memoria que le dé a tu corazón los momentos felices, para que me abraces y me des tu manita de nuevo, y platiquemos de lo que tú quieras y me hagas olvidar otra vez mi timidez para cantarte delante de quien sea, o llorar de emoción sin que me avergüence hacerlo ante cualquier desconocido.

Yo regreso siempre a él para darme fuerzas y encontrar respuestas que tal vez lleguen en mi sueño. Incluso un corazón roto tiene la capacidad de curarse a través de la memoria.

Hay sorpresas que nos da la vida para que las conservemos el resto de nuestros días. Tú me diste una hermosa sorpresa del Día del Padre que ya está en mi corazón. Cada día la miro y me dice que todo lo que he luchado brinda frutos, que ahora estaré presente en tu vida… la clave está en crear algo nuevo, con lo que el corazón nos dé para hacerlo.

Te ama,

Papá




miércoles, 30 de abril de 2014

Tus ojos



Cuando un camino se sigue
o se elige o se encuentra, es el único:
toda fuga es vana
cuando las alas están maduras
cuando las palabras llegan en bandada
a picotearme las manos.

Es así que me gasto la vida:
pongo en juego los ojos, la piel, la risa;
me basta si quedan los huesos
para fertilizar la tierra.

Como única bandera una canción de amor
y si después sólo quedan las palabras
(o el amor) es suficiente.

Rebeca Jaramillo

Hay cosas que permanecen con el paso del tiempo. Son las pequeñas cosas que nos hacen reconocer a nuestros seres queridos, aun cuando por cualquier razón hayamos estado lejos de ellos. Puede que los encontremos distintos, pero siempre están ahí en un gesto, en una sonrisa, en una palabra, en una forma de hacer silencio.

Comparten algo en común con los sitios que rodean nuestra vida cotidiana, que también han visto nuestros padres y nuestros abuelos y los suyos antes. Tienen forma de constelaciones, de montañas, de árboles cuya edad nadie conoce con certeza. Ellos le dan identidad a los lugares donde crecemos y, al mismo tiempo, nos orientan, sin la necesidad imperiosa de un mapa: gracias a ellos ubicamos los cuatro puntos cardinales.

Cuando regresamos de un viaje corto o largo, la sensación es la misma (a veces más intensa): al verlos, sabemos que hemos vuelto a casa. El paisaje tiene un impacto sobre la emoción y también sobre el cuerpo; el vértigo es igual a las ganas inmensas de contar lo que hemos visto durante el tiempo que estuvimos lejos. Uno quiere mostrar lo que ha traído consigo cuanto antes.

Algo así encontré después pasar contigo nuestro primer par de horas en cuatro años: escuchar el timbre de tu voz que conserva su melodía ligera como de viento fresco, mirar tus expresiones que han crecido guardando la espontaneidad de los años en que comenzaba a expresarse tu carácter.

Has cambiado mucho desde aquella tarde en que nos vimos hace cuatro años y me sorprende cuánto has crecido. Mientras te veía jugar, platicar, reír, descubría lo que permanece, porque la raíz y el tronco de un árbol son los mismos, sólo van desarrollándose con el paso del tiempo.

Y tus ojos siguen hablando como lo hacían cuando aún no articulabas palabras. Te mostré la foto que llevo como carátula en el celular y te miraste sorprendida “Estaba bien bebé”, dijiste. Me dio ternura tu frase, porque en aquellos días siempre decías “Ya no soy una bebé, papá, soy una niña grande”. Tú misma viste cuánto has cambiado; y te reconociste porque tu sonrisa es la misma.

Quienes iban contigo te dijeron que no te conozco, pero eso no es cierto: eres tú quien no me conoce. Por eso escribo estas palabras, por eso voy dejando mi huella para que sepas quién soy.

No tengo idea de cómo queden en tu memoria esas primeras horas que compartimos después de estos cuatro años. Sólo sé que vas a recordarla como nuestro día.

Yo nunca olvidaré tus palabras, las tuyas y las que te han impuesto. Porque te conozco, sé bien cuando hablas tú y cuando hablan en tu voz quienes siguen aferrados a una convicción atroz, que me transforma en un ser que nada tiene que ver conmigo.

En los momentos más difíciles y tensos, atrapada en la cerrazón adulta, tu mirada me hablaba de miedo, de confusión. Debes recordar lo que te dije: cuando crezcas entenderás mucho de lo hoy está pasando.

Un día, los hijos se convierten en jueces de sus padres. Es fácil hacerlo: el verdadero reto es juzgarlos con justicia. A partir de ahora, veo que vas a crecer con una idea equivocada de mí. Si quienes la han sembrado nunca han querido dialogar conmigo para convencerse de lo equivocados que están, será tu tarea buscar las respuestas en el lugar correcto, es decir, con tu padre al que han convertido en un monstruo. Sólo así podrás juzgarme bien.

La vida es un viaje difícil. Tomamos decisiones constantemente,  nos equivocamos, nos caemos y tal vez nos queden cicatrices, como recuerdo del dolor, pero no podemos dolernos para siempre; hay que seguir adelante.

De esa misma manera se va definiendo lo que dará sentido a nuestra vida, la vocación, el camino. Tal vez ni siquiera podamos describirlo con precisión, pero lo identificamos.

A veces, al escribirte, no sé si hablarle a la niña que eres hoy o la joven o la mujer que un día serás, así que sólo dejo que mi amor de padre te hable en todas tus edades.

Ante tus ojos, dejo estas señales para que encuentres en ellas a tu padre real, a mí, cuando puedas despertar.

Te ama,


Papá

sábado, 22 de marzo de 2014

El fin de la vida






A la larga,
todos los seres son memoria

Jorge Luis Borges

A la memoria de Rosario Reveles
y Eduardo del Castillo

¿Qué hacemos aquí? ¿Gastar días para acercarnos más al otro lado? ¿Aprender a andar y tomar cuantos caminos encontremos, perdernos de vez en cuando o permanentemente? ¿Mirarnos a los ojos con gente que tal vez se quede o se vaya o la dejemos ir? ¿Herir sin querer o apuntando directo al corazón? ¿Crecer las ideas, plantar una semilla que alimente a muchos como herencia? ¿Maravillarse con los misterios de la existencia? ¿Ser indiferente ante lo que le suceda a cualquier otro ser? ¿Empacharnos de conocimiento o ignorancia? ¿Qué hacemos aquí?

Cuando tenía unos ocho años, mi bisabuelo Genaro partió. Esa fue la primera muerte en mi vida durante mucho tiempo. Recuerdo que cuando estaba muy enfermo, fuimos mis padres, mi hermano y yo a un hospital que tenía poco de construido: una estructura de concreto tan de moda en aquellos años, un edificio diseñado para funcionar nada más, como una enorme caja gris, fría, ausente de todo intento de belleza o magnificencia o cuando menos algo de calidez.

Ahí nos hicieron esperar a los niños. Subió primero mi mamá, porque las reglas del sistema hospitalario dictaban que solo una persona podía entrar a verlo. Después le tocó a mi papá. Nosotros no entendíamos lo que ocurría; sólo sabíamos que el bisabuelo estaba enfermo. Cuando nuestro padre volvió, creímos que era el turno de cualquiera de nosotros, pero no fue así porque, nos explicaron, los niños no podían entrar a las salas donde estaban los enfermos.

No me gustó nada esa noticia. Quería estar con el bisabuelo, preguntarle cuándo saldría de ahí para llevarnos a montar en su caballo, para platicarnos sus historias de hombre del camino, para hacernos reír ante el fuego mientras la bisabuela Margarita preparaba la comida y deliciosas tortillas a mano.

Partió una semana después. Su funeral fue para mí como una especie de sueño, en el que vi por primera vez a mi abuela, su única hija, llorando como una niña; a mis padres sollozando en silencio; a decenas de personas pasando ante el féretro y otras cantando en un idioma desconocido para mí. Pero yo no creía que se hubiera ido. Lo miré en su ataúd y me convencí de que estaba dormido. Los meses siguientes, despertaba llorando porque en sueños me hizo saber que ya nunca regresaría.

Tal vez aquella negación era la forma de expresar que no pude decirle adiós. Él era tan importante para mí, que no entendía su partida. Sin embargo, su legado estaba intacto a través de las historias que nos contó sobre el tiempo de la Revolución Mexicana, de las penurias que pasó huyendo de los soldados, del hambre que provocó la guerra. Pero también de las noches en las que viajaba por los caminos que solo los arrieros conocían, atravesando serranías, bosques, ríos. De la gente que conoció aquí y allá.

Su generosidad era bien conocida por todo el pueblo. Su honestidad y justicia también. Alguna vez se enfrentó a la corrupción de los gobernantes posrevolucionarios, lo que llevó a que su pueblo lo obligara a ser líder de la comunidad, aunque él no lo deseaba.

Después de que dejó el cargo, todavía lo buscaba gente para resolver disputas familiares o sobre la tierra, que era lo más preciado que poseían las personas del lugar; incluso cuando una pareja quería casarse, o algún hombre deseaba ser presidente municipal, llegaban a pedirle su bendición. Cada maestro nuevo en la escuela, cada cura nuevo en la parroquia llegaban a presentarse con él. Recuerdo que a veces llegaban a verlo personas que traían grabadoras y mis padres me explicaban que eran historiadores, sociólogos o antropólogos que iban a pedirle su testimonio.

Y es que el hombre era bueno para contar historias. A pesar de que nunca pisó un aula, sabía cómo transmitir las ideas, las imágenes, y en el Consejo de los Viejos del pueblo, su palabra era una de las más respetadas. Tal vez me heredó esa facilidad para narrar y hoy su voz esté mezclada con la mía. 

Entre todo lo que guardo en mi memoria está él hablándonos de que una buena persona es honesta y justa, que sabe escuchar y defender lo que reconoce como correcto; luego, nos señalaba un águila en vuelo, una estrella fugaz, un árbol mágico, porque el mundo es vasto y hermoso.

Mis padres y mis abuelos de vez en cuando nos decían que también tenía defectos: su mal carácter, su terquedad. Pero lo que importaba eran sus enseñanzas, las mismas que le transmitió a sus hijos y ellos a los propios y así en adelante.

La vida me ha enseñado que hay tiempos para aprender, otros para construir y sembrar, otros para transmitir todo lo que se ha cosechado. Siempre hay distintos caminos, unos más sencillos, otros muy duros. A veces elegimos erróneamente, pero solo en apariencia porque aún así recibimos alguna lección. Cada quien hará con eso lo que pueda.

Durante los años recientes, he dicho adiós a distintas personas importantes en mi vida. Cada uno de esos adioses ha sido difícil pero inolvidable, porque el tiempo que compartimos dejó huellas en mí, que de alguna manera he de transmitir y dejar para cuando yo mismo parta. Hay tiempos para despedirse también. 

Hoy sé que hay quienes hacen de la vida un propósito y quienes simplemente pasan de largo. Existen tantas formas de vivir como personas hay. Yo he elegido con la convicción de que los caminos sencillos son los menos enriquecedores. Me he perdido pero he encontrado. He llegado a distintos lugares y he conocido muchos tipos de gente. Algunas se han ido, de otras me he alejado a veces con dolor y a veces con alivio.

Prefiero plantar semillas que alimenten a otros, que acumular años sin sentido. Mirar a los ojos a la gente y tratar de entenderla sin juzgarla. No herir a nadie, aunque no siempre he podido evitarlo. Aprender, enseñar, ayudar a quienes lo necesiten y lo permitan. Buscar historias, adivinarlas, contarlas, escudriñarlas.

Y al final, volver a esa voz silenciosa que me hace escuchar los trinos de las aves despertando, mirar esas estrellas que guiaron a nuestros ancestros, otear el aire cuando va a llover, beber el agua fresca de los manantiales que son para el alma, sentir la tierra bajo mis pies, firme, serena, invitante. Como cuando era aquel niño a quien el bisabuelo enseñó que la vida no acaba si tiene un fin.

Te ama,

Papá


domingo, 2 de febrero de 2014

Nuestro día




Entonces siempre acuérdate
de lo que un día yo escribí
pensando en ti
como ahora pienso


En cada ciudad hay lugares que irradian cierta energía que todos los habitantes reciben en algún momento de su vida. La Alameda de la Ciudad de México es uno de ellos. Ha visto millones de historias deambular por sus caminos, refrescarse con la brisa de sus fuentes, durante cuatro siglos. Ha tenido periodos de esplendor y de decadencia. Hoy tiene un aire renovado que hace muy reconfortante atravesar por ahí.


Ese lugar histórico en distintos sentidos ha visto pasar revoluciones, dramas, alegrías, celebraciones. La Alameda está rodeada de edificios que marcan distintas formas de ver el mundo: exconventos coloniales que hoy albergan museos; majestuosos edificios neoclásicos que rinden culto a la idea decimonónica del progreso; funcionales construcciones art decó que aún invocan un nuevo día de prosperidad para todos que nunca ha llegado; un Palacio de las Bellas Artes donde habita el espíritu creativo. Hay otros que hoy deben tener unos diez años, erigidos sobre las ruinas de los que derrumbó el terremoto de 1985; entre ellos está el lugar que ha marcado ya un lustro de nuestras vidas, donde se encuentran los juzgados familiares.

Llegué temprano ese día para el que me prepararon los sueños que te conté. Salí nervioso de casa; conforme me acercaba, la agitación crecía. Sin embargo, cuando caminé por La Alameda, empecé a sentirme más tranquilo entre sus calzadas remodeladas, bajo las sombras de sus árboles. Así crucé la avenida que divide al parque de los tribunales y subí hasta el piso donde está el juzgado.

El tiempo pasaba y no llegabas, pero estaba seguro de que lo harías. Mis únicas dudas eran: ¿me reconocerías? ¿Me dejarían hablarte? Y seguían avanzando los minutos, entre personas que iban y venían al archivo, otras revisaban expedientes de cientos de hojas, otras cosían más hojas a más expedientes.

Y de pronto tú. Entre mamá, los abuelos y tu tía, tú. Justo como te vi en el sueño, con ese andar tan tuyo, ligera, curiosa, segura de ti misma, caminando de puntitas de vez en cuando, como elevándote sobre la mundana incomprensión de los adultos. Y esa misma emoción del primer sueño me iluminaba, mientras tú ibas de un lado a otro. Esa mañana supe que debía ser receptivo ante la incertidumbre y así lo hice, entregado a la espera.

En los juzgados de la Ciudad de México, los pocos muros que hay son de cristal, para decir a quienes entramos que la justicia es transparente. En uno de esos muros, frente a mí a unos cuatro metros, jugabas poniendo tus manos como hacen los mimos cuando tocan paredes invisibles. Habían pasado varios minutos sin que me vieras. Hasta que tu mirada se encontró con una que reconociste, que latía muy fuerte acompañada por una gran sonrisa. Abriste más tus ojos grandes, te quedaste congelada dos segundos y entonces moviste tu manita mientras musitabas un “Hola”.

Te respondí igual, en silencio y agitando suavemente mi mano. Luego diste la media vuelta para regresar con ellos, asomándote a ratos para verme de nuevo, midiendo sus reacciones, hasta que te sentiste libre de saludarme una y otra vez, de lejos.

Primera oleada de felicidad, primera pregunta resuelta: al verme, supiste que ahí estaba papá. Casi cuatro años no pudieron borrarme de tu recuerdo. Cuando llamaron a mamá para que te llevara a la audiencia, me seguiste en todo momento con la mirada. Ernesto (mi abogado) y yo nos fuimos hacia otro lugar, para ver de lejos cómo platicaban contigo. Sonreías, conversabas, volteabas a verme otra vez, me volvías a decir hola y yo te respondía contento.

Así pasó no sé cuánto tiempo. Y yo te veía como para compensar esos años de no haberte visto un solo momento. Luego nos llamaron de nuevo. Me acerqué al escritorio, nos miramos sonriendo; la representante de los niños te dijo “Aquí está tu papá, ¿quieres saludarlo?”, “Sí, sí quiero”, pero dudaste un segundo para voltear con mamá “¿Sí puedo?” y ella lo permitió. La representante quitó la silla que te impedía pasar y te acercaste a mí sin una sola duda, yo puse una rodilla en el suelo para recibirte, te abracé y te di un beso en la mejilla “Hola, corazón, ¿cómo estás?”, “Muy bien, papá, ¿y tú?”, “Muy bien corazón, ¿me das un beso?”, “Sí, papá”.

Todas las palabras que no he podido decirte en tanto tiempo se transformaron en un “Te he extrañado mucho, mi amor”, “Yo también, papi. Cuando tenía cinco años, una vez le dije a mi mamá que quería verte. Mamá, ¿verdad que te dije que quería ver a mi papá cuando tenía cinco años”, “Sí, ¿y qué te dije?”, “No me acuerdo, pero yo quería ver a mi papá”.

Con tus manitas en las mías, no sé si te dije lo bonita que estabas o solo pude pensarlo entre todas las cosas que quería expresarte. Compartimos otras palabras, acaricié tu mejilla y alguien me puso una mano en el hombro para avisarme que tenías que hablar con el juez.

Minutos después, cuando saliste, una vez más me acerqué a ti, “¿Puedo darte un abrazo, mi amor?”, “Sí, papá”, “Te amo, corazón”, “Y yo a ti, papá”… era tanta mi emoción que no recuerdo lo que te dije después. Luego nos interrumpieron de nuevo: teníamos que entrar con el juez mamá y yo. Me puse de pie y apenas alcanzaste a comentarme “Ya estoy en segundo año de primaria, papi”, “Sí, mi vida, lo sé, ¿nos esperas tantito?”. Y solo soltaste mi mano hasta que ya no era posible estirar más nuestros dedos.

La segunda oleada de felicidad que llegó con nuestro primer abrazo está aquí, hasta el fondo de mi corazón. Ahora sabes que nunca he dejado de buscarte. Y yo sé que este vínculo tan sólido construido entre desvelos, juegos, risas y aprendizajes no se ha debilitado por nada en el mundo. El camino ha sido duro, pero jamás me he rendido, ni me rendiré.

Nuestra historia ya está entre las millones que La Alameda ha atestiguado. Cada vez que te haga falta inspiración para seguir adelante, recuerda La Alameda que permanecerá ahí porque la belleza nos ayuda a vivir. Siempre que la recorras, encontrarás otra huella de tu padre que simboliza la tenacidad; recuerda que llevas esa energía en ti. Y cuando el camino sea difícil y necesites un impulso, recuerda también la fecha de este reencuentro, tan intenso y hermoso como cuando naciste. Nuestro día.

Te ama,

Papá


martes, 28 de enero de 2014

Abre los ojos al nuevo día




–¿Qué pasaría si yo me perdiera?– Le preguntó María. 
–Te buscaría–. Respondió Max, su padre.
–¿Qué pasaría si me estuviera ahogando?
–Te rescataría.
–¿Qué pasaría si me enfermara?
–Te curaría.
–¿Qué pasaría si tuviera mucho frío?
–Te conseguiría un abrigo.
–¿Qué pasaría si no pudieras protegerme?
–Me sentiría muy mal.

En ese momento, los ojos de Max
se llenaron de lágrimas.
Una gota gorda, inmensa,
salada y reluciente cayó de su ojo.

Juan Villoro

I

Entro a la oficina del juez donde hay sillas dispuestas en media luna. Tomo asiento en la que está justo en medio. He sido el primero en llegar y observo que hay mucha tranquilidad alrededor. La luz que entra por los ventanales es más clara, serena, como si mostrara que todo está limpio para lo viene.

Poco a poco llega más gente. Algunos hombres, algunas mujeres, vestidos todos de manera muy formal. Solemnes pero amables. Distantes pero atentos. Todos conversan entre sí y todos me saludan al llegar; yo respondo gentil, con un movimiento de cabeza sin mediar palabra.

Dejo claro que mi silencio taciturno se debe a la espera, a la preparación para lo que viene. Ellos lo entienden y lo respetan. Ahora que sé que nadie intentará conversar conmigo, trato de pensar, pero solo siento un vértigo que se convierte en imágenes de tantos momentos contigo: tu llegada al mundo, tus ojos en los míos, los arrullos, las risas, los momentos difíciles.

Cuando me doy cuenta, ha llegado más gente. Tanta, que delante de mí han puesto otra fila de sillas. Hay un barullo que termina cuando entra por último el juez. Todos toman asiento callados. “Estamos listos. Ahora sí pueden traer a la niña”, ordena.

Pongo la mirada en la puerta de cristal translúcido. Tengo mi corazón en los ojos, que laten muy rápido. Estoy expectante, feliz, temeroso. No sé qué esperar. Lo que viene ha llegado acompañado por ti.

Entras curiosa, traes en los brazos un peluche, como si trajeras a un amigo para que te haga compañía entre tanto desconocido. Yo te miro y la emoción me deja mudo. Mientras, tú vas con ese paso ligero tan tuyo, de pronto de puntitas, erguida y buscando entre todas las caras una sola. Sin poder hablar, veo cómo pasas entre todos. Hasta que me encuentras.

Y sin más te echas a mis brazos, te aferras suave pero firme a mi cuello, mientras hundes tu carita en mi pecho. Yo te abrazo y te digo “Te amo, hija, te amo”, “Y yo a ti, papá… te extrañé mucho”, “Ahora estamos juntos de nuevo, mi vida”. Luego, ambos nos quedamos callados, sin soltarnos.  

II

Ante mí está un lago que tiene la extensión de la Ciudad de México. Está rodeado de un bosque muy tupido. El cielo azul se refleja en el agua. No hay nadie más conmigo y dejo que esta belleza me envuelva, como lo he hecho a lo largo de mi vida cada que estoy en su presencia.

Entonces, una voz interior me dice que debo ir a la otra orilla del lago, donde está mi destino.

III

Abro los ojos al nuevo día. Me preparo como puedo hacerlo, después de dos sueños así.

Hoy te veré, después de casi cuatro años. No sé qué pensar, justo como en el primer sueño. Pero sé que hay diferentes posibilidades y que deseo profundamente que me abraces como en esa escena, para poder decirte “Aquí estoy, vida, siempre he luchado por ti, siempre lo haré”.

Mientras la hora se acerca, me siento cada vez más emocionado. Intento prepararme para todo, pero no hay certidumbre. Entonces sé que debo ser receptivo.

Mi guía es el amor. La dignidad es mi rostro. El dolor que he sentido durante estos años, es mi vehículo. Tienes un padre imperfecto que, a pesar de todo, puede brindarte lo que necesitas. Tienes un padre, aunque te lo hayan negado por lo que sea: capricho, error, malicia, ceguera. Tienes un padre.

Me han arrebatado cuatro años. Tal vez hoy sea un desconocido para ti. Eso duele, duele mucho. Cuando un hombre se convierte en padre, sabe que un día la vida se llevará a sus hijos porque ellos tienen su propio camino. Entonces tiene claro que debe prepararlos y prepararse para ese día.

Cuando nos quitan de manera injusta a nuestros hijos, muchas personas que ignoran lo que nos pasa, creen que lo que seguirá es que nos olvidemos de ellos, porque podemos tener más hijos. ¿Existe algo más falso? Nada sustituye a los hijos que nos quitan. No existe cura para el dolor de saber que en algún lugar están ellos, que pueden necesitar de nuestra ayuda, de nuestra guía, de nuestro impulso.

Por eso estaré ahí, emocionado porque al fin he conseguido verte. Tengo la fuerza que me ha dado la perseverancia. Si me abrazas, te abrazaré. Si no lo haces, te diré que la puerta está abierta siempre.

Te ama,

Papá


ELLA

Ella llegó a mi vida
Como una visión envuelta en oro
La belleza entera fundida en un pequeño ser

El cielo convertido en amor
Iluminó mis lágrimas
Porque en los brazos tenía a un ángel

Su sonrisa me toca el alma
Su sola presencia
Le da sentido a mi existencia

Tal vez nunca sepa
Que al darme la mano
Me regaló un soplo de vida

Una y otra vez
Daría todo por ella
Mi último aliento si es necesario

Y la vida dirá
Cuánto tiempo habrá de quedarse
En los brazos de papá

No puedo aferrarla a mí por siempre
Sé que el amor necesita volar
Sé que mi ángel debe volar

(Adaptación de la canción de Tony Hadley)