sábado, 22 de marzo de 2014

El fin de la vida






A la larga,
todos los seres son memoria

Jorge Luis Borges

A la memoria de Rosario Reveles
y Eduardo del Castillo

¿Qué hacemos aquí? ¿Gastar días para acercarnos más al otro lado? ¿Aprender a andar y tomar cuantos caminos encontremos, perdernos de vez en cuando o permanentemente? ¿Mirarnos a los ojos con gente que tal vez se quede o se vaya o la dejemos ir? ¿Herir sin querer o apuntando directo al corazón? ¿Crecer las ideas, plantar una semilla que alimente a muchos como herencia? ¿Maravillarse con los misterios de la existencia? ¿Ser indiferente ante lo que le suceda a cualquier otro ser? ¿Empacharnos de conocimiento o ignorancia? ¿Qué hacemos aquí?

Cuando tenía unos ocho años, mi bisabuelo Genaro partió. Esa fue la primera muerte en mi vida durante mucho tiempo. Recuerdo que cuando estaba muy enfermo, fuimos mis padres, mi hermano y yo a un hospital que tenía poco de construido: una estructura de concreto tan de moda en aquellos años, un edificio diseñado para funcionar nada más, como una enorme caja gris, fría, ausente de todo intento de belleza o magnificencia o cuando menos algo de calidez.

Ahí nos hicieron esperar a los niños. Subió primero mi mamá, porque las reglas del sistema hospitalario dictaban que solo una persona podía entrar a verlo. Después le tocó a mi papá. Nosotros no entendíamos lo que ocurría; sólo sabíamos que el bisabuelo estaba enfermo. Cuando nuestro padre volvió, creímos que era el turno de cualquiera de nosotros, pero no fue así porque, nos explicaron, los niños no podían entrar a las salas donde estaban los enfermos.

No me gustó nada esa noticia. Quería estar con el bisabuelo, preguntarle cuándo saldría de ahí para llevarnos a montar en su caballo, para platicarnos sus historias de hombre del camino, para hacernos reír ante el fuego mientras la bisabuela Margarita preparaba la comida y deliciosas tortillas a mano.

Partió una semana después. Su funeral fue para mí como una especie de sueño, en el que vi por primera vez a mi abuela, su única hija, llorando como una niña; a mis padres sollozando en silencio; a decenas de personas pasando ante el féretro y otras cantando en un idioma desconocido para mí. Pero yo no creía que se hubiera ido. Lo miré en su ataúd y me convencí de que estaba dormido. Los meses siguientes, despertaba llorando porque en sueños me hizo saber que ya nunca regresaría.

Tal vez aquella negación era la forma de expresar que no pude decirle adiós. Él era tan importante para mí, que no entendía su partida. Sin embargo, su legado estaba intacto a través de las historias que nos contó sobre el tiempo de la Revolución Mexicana, de las penurias que pasó huyendo de los soldados, del hambre que provocó la guerra. Pero también de las noches en las que viajaba por los caminos que solo los arrieros conocían, atravesando serranías, bosques, ríos. De la gente que conoció aquí y allá.

Su generosidad era bien conocida por todo el pueblo. Su honestidad y justicia también. Alguna vez se enfrentó a la corrupción de los gobernantes posrevolucionarios, lo que llevó a que su pueblo lo obligara a ser líder de la comunidad, aunque él no lo deseaba.

Después de que dejó el cargo, todavía lo buscaba gente para resolver disputas familiares o sobre la tierra, que era lo más preciado que poseían las personas del lugar; incluso cuando una pareja quería casarse, o algún hombre deseaba ser presidente municipal, llegaban a pedirle su bendición. Cada maestro nuevo en la escuela, cada cura nuevo en la parroquia llegaban a presentarse con él. Recuerdo que a veces llegaban a verlo personas que traían grabadoras y mis padres me explicaban que eran historiadores, sociólogos o antropólogos que iban a pedirle su testimonio.

Y es que el hombre era bueno para contar historias. A pesar de que nunca pisó un aula, sabía cómo transmitir las ideas, las imágenes, y en el Consejo de los Viejos del pueblo, su palabra era una de las más respetadas. Tal vez me heredó esa facilidad para narrar y hoy su voz esté mezclada con la mía. 

Entre todo lo que guardo en mi memoria está él hablándonos de que una buena persona es honesta y justa, que sabe escuchar y defender lo que reconoce como correcto; luego, nos señalaba un águila en vuelo, una estrella fugaz, un árbol mágico, porque el mundo es vasto y hermoso.

Mis padres y mis abuelos de vez en cuando nos decían que también tenía defectos: su mal carácter, su terquedad. Pero lo que importaba eran sus enseñanzas, las mismas que le transmitió a sus hijos y ellos a los propios y así en adelante.

La vida me ha enseñado que hay tiempos para aprender, otros para construir y sembrar, otros para transmitir todo lo que se ha cosechado. Siempre hay distintos caminos, unos más sencillos, otros muy duros. A veces elegimos erróneamente, pero solo en apariencia porque aún así recibimos alguna lección. Cada quien hará con eso lo que pueda.

Durante los años recientes, he dicho adiós a distintas personas importantes en mi vida. Cada uno de esos adioses ha sido difícil pero inolvidable, porque el tiempo que compartimos dejó huellas en mí, que de alguna manera he de transmitir y dejar para cuando yo mismo parta. Hay tiempos para despedirse también. 

Hoy sé que hay quienes hacen de la vida un propósito y quienes simplemente pasan de largo. Existen tantas formas de vivir como personas hay. Yo he elegido con la convicción de que los caminos sencillos son los menos enriquecedores. Me he perdido pero he encontrado. He llegado a distintos lugares y he conocido muchos tipos de gente. Algunas se han ido, de otras me he alejado a veces con dolor y a veces con alivio.

Prefiero plantar semillas que alimenten a otros, que acumular años sin sentido. Mirar a los ojos a la gente y tratar de entenderla sin juzgarla. No herir a nadie, aunque no siempre he podido evitarlo. Aprender, enseñar, ayudar a quienes lo necesiten y lo permitan. Buscar historias, adivinarlas, contarlas, escudriñarlas.

Y al final, volver a esa voz silenciosa que me hace escuchar los trinos de las aves despertando, mirar esas estrellas que guiaron a nuestros ancestros, otear el aire cuando va a llover, beber el agua fresca de los manantiales que son para el alma, sentir la tierra bajo mis pies, firme, serena, invitante. Como cuando era aquel niño a quien el bisabuelo enseñó que la vida no acaba si tiene un fin.

Te ama,

Papá