Entonces siempre acuérdate
de lo que un día yo escribí
pensando en ti
como ahora pienso
En cada ciudad hay lugares que irradian cierta energía que todos los habitantes reciben en algún momento de su vida. La Alameda de la Ciudad de México es uno de ellos. Ha visto millones de historias deambular por sus caminos, refrescarse con la brisa de sus fuentes, durante cuatro siglos. Ha tenido periodos de esplendor y de decadencia. Hoy tiene un aire renovado que hace muy reconfortante atravesar por ahí.
Ese lugar histórico en distintos sentidos ha visto pasar
revoluciones, dramas, alegrías, celebraciones. La Alameda está rodeada de
edificios que marcan distintas formas de ver el mundo: exconventos coloniales
que hoy albergan museos; majestuosos edificios neoclásicos que rinden
culto a la idea decimonónica del progreso; funcionales construcciones art decó que aún invocan un nuevo día de
prosperidad para todos que nunca ha llegado; un Palacio de las Bellas Artes donde habita el espíritu creativo.
Hay otros que hoy deben tener unos diez años, erigidos sobre las ruinas de los
que derrumbó el terremoto de 1985; entre ellos está el lugar que ha marcado ya
un lustro de nuestras vidas, donde se encuentran los juzgados familiares.
Llegué temprano ese día para el que me prepararon los sueños que te conté. Salí nervioso de casa; conforme me acercaba, la
agitación crecía. Sin embargo, cuando caminé por La Alameda, empecé a sentirme más tranquilo entre sus calzadas remodeladas, bajo las sombras de sus árboles.
Así crucé la avenida que divide al parque de los tribunales y subí hasta el piso
donde está el juzgado.
El tiempo pasaba y no llegabas, pero estaba seguro de que lo
harías. Mis únicas dudas eran: ¿me reconocerías? ¿Me dejarían hablarte?
Y seguían avanzando los minutos, entre personas que iban y venían al archivo,
otras revisaban expedientes de cientos de hojas, otras cosían más hojas a más
expedientes.
Y de pronto tú. Entre mamá, los abuelos y tu tía, tú. Justo
como te vi en el sueño, con ese andar tan tuyo, ligera, curiosa, segura de ti
misma, caminando de puntitas de vez en cuando, como elevándote sobre la mundana
incomprensión de los adultos. Y
esa misma emoción del primer sueño me iluminaba, mientras tú ibas de un lado a otro.
Esa mañana supe que debía ser receptivo ante la incertidumbre y así lo hice,
entregado a la espera.
En los juzgados de la Ciudad de México, los pocos muros que
hay son de cristal, para decir a quienes entramos que la justicia es
transparente. En uno de esos muros, frente a mí a unos cuatro metros, jugabas
poniendo tus manos como hacen los mimos cuando tocan paredes invisibles. Habían pasado varios minutos
sin que me vieras. Hasta que tu mirada se encontró con una que reconociste, que latía muy
fuerte acompañada por una gran sonrisa. Abriste más tus ojos grandes, te
quedaste congelada dos segundos y entonces moviste tu manita mientras musitabas
un “Hola”.
Te respondí igual, en silencio y agitando suavemente mi
mano. Luego diste la media vuelta para regresar con ellos, asomándote a ratos
para verme de nuevo, midiendo sus reacciones, hasta que te sentiste libre de
saludarme una y otra vez, de lejos.
Primera oleada de felicidad, primera pregunta resuelta: al
verme, supiste que ahí estaba papá. Casi cuatro años no pudieron borrarme de tu
recuerdo. Cuando llamaron a mamá para que te llevara a la audiencia, me
seguiste en todo momento con la mirada. Ernesto (mi abogado) y yo nos fuimos hacia otro lugar,
para ver de lejos cómo platicaban contigo. Sonreías, conversabas, volteabas a
verme otra vez, me volvías a decir hola y yo te respondía contento.
Así pasó no sé cuánto tiempo. Y yo te veía como para
compensar esos años de no haberte visto un solo momento. Luego nos llamaron de
nuevo. Me acerqué al escritorio, nos miramos sonriendo; la representante de los
niños te dijo “Aquí está tu papá, ¿quieres saludarlo?”, “Sí, sí quiero”, pero
dudaste un segundo para voltear con mamá “¿Sí puedo?” y ella lo permitió. La representante
quitó la silla que te impedía pasar y te acercaste a mí sin una sola duda, yo
puse una rodilla en el suelo para recibirte, te abracé y te di un beso en la
mejilla “Hola, corazón, ¿cómo estás?”, “Muy bien, papá, ¿y tú?”, “Muy bien
corazón, ¿me das un beso?”, “Sí, papá”.
Todas las palabras que no he podido decirte en tanto tiempo
se transformaron en un “Te he extrañado mucho, mi amor”, “Yo también, papi.
Cuando tenía cinco años, una vez le dije a mi mamá que quería verte. Mamá,
¿verdad que te dije que quería ver a mi papá cuando tenía cinco años”, “Sí, ¿y
qué te dije?”, “No me acuerdo, pero yo quería ver a mi papá”.
Con tus manitas en las mías, no sé si te dije lo bonita que
estabas o solo pude pensarlo entre todas las cosas que quería expresarte. Compartimos otras palabras, acaricié tu mejilla y alguien me puso una mano en
el hombro para avisarme que tenías que hablar con el juez.
Minutos después, cuando saliste, una vez más me
acerqué a ti, “¿Puedo darte un abrazo, mi amor?”, “Sí, papá”, “Te amo, corazón”,
“Y yo a ti, papá”… era tanta mi emoción que no recuerdo lo que te dije después.
Luego nos interrumpieron de nuevo: teníamos que entrar con el juez mamá y yo.
Me puse de pie y apenas alcanzaste a comentarme “Ya estoy en segundo año de primaria, papi”, “Sí,
mi vida, lo sé, ¿nos esperas tantito?”. Y solo soltaste mi mano hasta que ya no
era posible estirar más nuestros dedos.
La segunda oleada de felicidad que llegó con nuestro primer
abrazo está aquí, hasta el fondo de mi corazón. Ahora sabes que nunca he dejado de buscarte. Y yo sé que este vínculo tan sólido construido
entre desvelos, juegos, risas y aprendizajes no se ha debilitado por nada en el
mundo. El camino ha sido duro, pero jamás me he rendido, ni me rendiré.
Nuestra historia ya está entre las millones que La Alameda ha atestiguado. Cada vez que te haga falta inspiración para seguir adelante, recuerda La Alameda que permanecerá ahí porque la belleza nos ayuda a vivir. Siempre que la recorras, encontrarás otra huella de tu padre que simboliza la tenacidad; recuerda que llevas esa energía en
ti. Y cuando el camino sea difícil y necesites un impulso, recuerda también la fecha de este reencuentro, tan intenso y hermoso como
cuando naciste. Nuestro día.
Te ama,
Papá