Y uniré las puntas de un mismo lazo
Y me iré tranquilo, me iré despacio
Y te daré todo y me darás algo
Algo que me alivie un poco más
Fito Páez
¿Para qué sirve recordar? Esa pregunta me ha movido
durante los últimos meses, desde que logré verte de nuevo. Y no encuentro una
respuesta sencilla, solo ideas sueltas sobre cómo lograr que reconozcas a este,
tu padre. A veces, quisiera que la memoria te devolviera aquellos momentos en
los que te ponías feliz al verme cuando salías de la escuela y corrías para
echarte a mis brazos, o cuando cantábamos “Estrellita, ¿dónde estás? / Quiero
verte titilar / En el bosque y en mar / Un diamante de verdad”.
O cuando íbamos por ahí y querías saltar del lugar más
alto que encontraras, para enseñarme y probarte que puedes lograr lo que te
propongas. O las fiestas en las que mirabas contenta a tu abuela cantar y luego
la tomabas de la mano para que te llevara a un juego, o para que fuera tu
cómplice en el juego de darle una probadita al pastel antes que todos.
Momentos como cuando platicabas y platicabas y yo te
decía “ya es hora de dormir, corazoncito”, y tú me decías que sí, que ya te
ibas a dormir, para seguir platicando otro rato, hasta que me decías “papá, ¿me
abrazas?” o “papá, ¿me cantas como cuando era chiquita?”, y yo te arrullaba hasta
que empezabas a soñar.
¿Dónde guarda tu memoria todos esos momentos? No lo sé. Mis
propios recuerdos tempranos son muy difusos: me traen una tarde en un columpio,
cuando quise imitar a los niños más grandes que se columpiaban de pie, pero
nadie me dijo que debía hacerlo con ambas manos, así que volé para estrellarme
contra el pavimento y ganarme una de mis primeras cicatrices. Luego, una
pendiente y yo bajando a toda velocidad (la que se puede tener a los tres años)
sintiendo el aire en mi frente. Mi mano acariciando el pelo suave del perro de
mis abuelos, Topo, que me daba la patita cuando se lo pedía y a mí me
impresionaba tanto ese gesto, que pensaba que tal vez podía hablar también. Un
pequeño disco con un dibujo en forma de elipse, que se convertía en un remolino
al girar y yo mirándolo fascinado mientras me iba quedando dormido en la
colchonetita, junto con mis compañeros en la guardería.
Esas remembranzas tienen algo que reconforta, aunque
sean muy breves y ligeros. A la mitad de la vida, traer esos y otros recuerdos
me ha permitido descubrir cosas que no había visto antes, reconciliarme con mi
padre, comprender los errores de él y de mi madre.
Las palabras también tienen su historia y su herencia. Por
ejemplo, la palabra recordar significa retornar al corazón, porque en la
antigüedad, se creía que el corazón es el lugar de la memoria. Incluso hoy, cuando
hablamos de los sentimientos, nos referimos al corazón. Y no lo sé, pero cuando
algo duele, lo siento aquí, a la altura del pecho donde late; cuando
estoy eufórico, se acelera igual que cuando me hierve la sangre.
Quisiera decirle a tu memoria que le dé a tu corazón los momentos
felices, para que me abraces y me des tu manita de nuevo, y platiquemos de lo
que tú quieras y me hagas olvidar otra vez mi timidez para cantarte delante de
quien sea, o llorar de emoción sin que me avergüence hacerlo ante cualquier
desconocido.
Yo regreso siempre a él para darme fuerzas y
encontrar respuestas que tal vez lleguen en mi sueño. Incluso un corazón roto
tiene la capacidad de curarse a través de la memoria.
Hay sorpresas que nos da la vida para que las conservemos
el resto de nuestros días. Tú me diste una hermosa sorpresa del Día del Padre que
ya está en mi corazón. Cada día la miro y me dice que todo lo que he luchado
brinda frutos, que ahora estaré presente en tu vida… la clave está en crear algo
nuevo, con lo que el corazón nos dé para hacerlo.
Te ama,
Papá