lunes, 30 de junio de 2014

Volver al corazón




Y uniré las puntas de un mismo lazo
Y me iré tranquilo, me iré despacio
Y te daré todo y me darás algo
Algo que me alivie un poco más

Fito Páez

¿Para qué sirve recordar? Esa pregunta me ha movido durante los últimos meses, desde que logré verte de nuevo. Y no encuentro una respuesta sencilla, solo ideas sueltas sobre cómo lograr que reconozcas a este, tu padre. A veces, quisiera que la memoria te devolviera aquellos momentos en los que te ponías feliz al verme cuando salías de la escuela y corrías para echarte a mis brazos, o cuando cantábamos “Estrellita, ¿dónde estás? / Quiero verte titilar / En el bosque y en mar / Un diamante de verdad”.

O cuando íbamos por ahí y querías saltar del lugar más alto que encontraras, para enseñarme y probarte que puedes lograr lo que te propongas. O las fiestas en las que mirabas contenta a tu abuela cantar y luego la tomabas de la mano para que te llevara a un juego, o para que fuera tu cómplice en el juego de darle una probadita al pastel antes que todos.

Momentos como cuando platicabas y platicabas y yo te decía “ya es hora de dormir, corazoncito”, y tú me decías que sí, que ya te ibas a dormir, para seguir platicando otro rato, hasta que me decías “papá, ¿me abrazas?” o “papá, ¿me cantas como cuando era chiquita?”, y yo te arrullaba hasta que empezabas a soñar.

¿Dónde guarda tu memoria todos esos momentos? No lo sé. Mis propios recuerdos tempranos son muy difusos: me traen una tarde en un columpio, cuando quise imitar a los niños más grandes que se columpiaban de pie, pero nadie me dijo que debía hacerlo con ambas manos, así que volé para estrellarme contra el pavimento y ganarme una de mis primeras cicatrices. Luego, una pendiente y yo bajando a toda velocidad (la que se puede tener a los tres años) sintiendo el aire en mi frente. Mi mano acariciando el pelo suave del perro de mis abuelos, Topo, que me daba la patita cuando se lo pedía y a mí me impresionaba tanto ese gesto, que pensaba que tal vez podía hablar también. Un pequeño disco con un dibujo en forma de elipse, que se convertía en un remolino al girar y yo mirándolo fascinado mientras me iba quedando dormido en la colchonetita, junto con mis compañeros en la guardería.

Esas remembranzas tienen algo que reconforta, aunque sean muy breves y ligeros. A la mitad de la vida, traer esos y otros recuerdos me ha permitido descubrir cosas que no había visto antes, reconciliarme con mi padre, comprender los errores de él y de mi madre.

Las palabras también tienen su historia y su herencia. Por ejemplo, la palabra recordar significa retornar al corazón, porque en la antigüedad, se creía que el corazón es el lugar de la memoria. Incluso hoy, cuando hablamos de los sentimientos, nos referimos al corazón. Y no lo sé, pero cuando algo duele, lo siento aquí, a la altura del pecho donde late; cuando estoy eufórico, se acelera igual que cuando me hierve la sangre.

Quisiera decirle a tu memoria que le dé a tu corazón los momentos felices, para que me abraces y me des tu manita de nuevo, y platiquemos de lo que tú quieras y me hagas olvidar otra vez mi timidez para cantarte delante de quien sea, o llorar de emoción sin que me avergüence hacerlo ante cualquier desconocido.

Yo regreso siempre a él para darme fuerzas y encontrar respuestas que tal vez lleguen en mi sueño. Incluso un corazón roto tiene la capacidad de curarse a través de la memoria.

Hay sorpresas que nos da la vida para que las conservemos el resto de nuestros días. Tú me diste una hermosa sorpresa del Día del Padre que ya está en mi corazón. Cada día la miro y me dice que todo lo que he luchado brinda frutos, que ahora estaré presente en tu vida… la clave está en crear algo nuevo, con lo que el corazón nos dé para hacerlo.

Te ama,

Papá