Cuando un camino se sigue
o se elige o se encuentra, es el único:
toda fuga es vana
cuando las alas están maduras
cuando las palabras llegan en bandada
a picotearme las manos.
Es así que me gasto la vida:
pongo en juego los ojos, la piel, la risa;
me basta si quedan los huesos
para fertilizar la tierra.
Como única bandera una canción de amor
y si después sólo quedan las palabras
(o el amor) es suficiente.
Rebeca Jaramillo
Hay cosas que permanecen con el paso del tiempo. Son las
pequeñas cosas que nos hacen reconocer a nuestros seres queridos, aun cuando
por cualquier razón hayamos estado lejos de ellos. Puede que los encontremos
distintos, pero siempre están ahí en un gesto, en una sonrisa, en una palabra,
en una forma de hacer silencio.
Comparten algo en común con los sitios que rodean nuestra vida
cotidiana, que también han visto nuestros padres y nuestros abuelos y los suyos
antes. Tienen forma de constelaciones, de montañas, de árboles cuya edad nadie conoce con certeza.
Ellos le dan identidad a los lugares donde crecemos y, al mismo tiempo, nos
orientan, sin la necesidad imperiosa de un mapa: gracias a ellos ubicamos los
cuatro puntos cardinales.
Cuando regresamos de un viaje corto o largo, la sensación es
la misma (a veces más intensa): al verlos, sabemos que hemos vuelto a casa. El
paisaje tiene un impacto sobre la emoción y también sobre el cuerpo; el vértigo
es igual a las ganas inmensas de contar lo que hemos visto durante el tiempo
que estuvimos lejos. Uno quiere mostrar lo que ha traído consigo cuanto antes.
Algo así encontré después pasar contigo nuestro primer par
de horas en cuatro años: escuchar el timbre de tu voz que conserva su melodía ligera
como de viento fresco, mirar tus expresiones que han crecido guardando la
espontaneidad de los años en que comenzaba a expresarse tu carácter.
Has cambiado mucho desde aquella tarde en que nos vimos hace
cuatro años y me sorprende cuánto has crecido. Mientras te veía jugar,
platicar, reír, descubría lo que permanece, porque la raíz y el tronco de un
árbol son los mismos, sólo van desarrollándose con el paso del tiempo.
Y tus ojos siguen hablando como lo hacían cuando aún no articulabas palabras. Te mostré la foto que llevo como carátula en el celular y te
miraste sorprendida “Estaba bien bebé”, dijiste. Me dio ternura tu frase,
porque en aquellos días siempre decías “Ya no soy una bebé, papá, soy una niña
grande”. Tú misma viste cuánto has cambiado; y te reconociste porque tu sonrisa
es la misma.
Quienes iban contigo te dijeron que no te conozco, pero eso no es cierto: eres
tú quien no me conoce. Por eso escribo estas palabras, por eso voy dejando mi
huella para que sepas quién soy.
No tengo idea de cómo queden en tu memoria esas primeras
horas que compartimos después de estos cuatro años. Sólo sé que vas a recordarla
como nuestro día.
Yo nunca olvidaré tus palabras, las tuyas y las que te han
impuesto. Porque te conozco, sé bien cuando hablas tú y cuando hablan en tu voz
quienes siguen aferrados a una convicción atroz, que me transforma en un ser
que nada tiene que ver conmigo.
En los momentos más difíciles y tensos, atrapada en la
cerrazón adulta, tu mirada me hablaba de miedo, de confusión. Debes recordar lo
que te dije: cuando crezcas entenderás mucho de lo hoy está pasando.
Un día, los hijos se convierten en jueces de sus padres. Es
fácil hacerlo: el verdadero reto es juzgarlos con justicia. A partir de ahora, veo que vas a crecer con una idea equivocada de
mí. Si quienes la han sembrado nunca han querido dialogar conmigo para
convencerse de lo equivocados que están, será tu tarea buscar las respuestas en
el lugar correcto, es decir, con tu padre al que han convertido en un monstruo.
Sólo así podrás juzgarme bien.
La vida es un viaje difícil. Tomamos decisiones
constantemente, nos equivocamos,
nos caemos y tal vez nos queden cicatrices, como recuerdo del dolor, pero no
podemos dolernos para siempre; hay que seguir adelante.
De esa misma manera se va definiendo lo que dará sentido a
nuestra vida, la vocación, el camino. Tal vez ni siquiera podamos describirlo
con precisión, pero lo identificamos.
A veces, al escribirte, no sé si hablarle a la niña que eres
hoy o la joven o la mujer que un día serás, así que sólo dejo que mi amor de
padre te hable en todas tus edades.
Ante tus ojos, dejo estas señales para que encuentres en ellas a
tu padre real, a mí, cuando puedas despertar.
Te ama,
Papá