martes, 16 de diciembre de 2014

Una luciérnaga bajo el sol


 "Traigo un pez globo inflado 
y con cuerdita, 
una caja de crayones, 
una luciérnaga encendida. 
Traigo amaneceres en las manos, 
todos tibios, 
dulces y coloreados,
 un alma en caramelo 
y un corazón portarretratos".

Edel Juárez

Un año más, hija. Uno distinto, porque ahora estamos un poco más cerca y, como te dije, es tiempo de una nueva historia, que escribiremos cada quien a su manera para construir el futuro. Me pregunto cómo seremos cuando veamos a la distancia esto que comienza, me da mucha curiosidad.

Así que imagino que un día iremos juntos al cine a descubrir una película que nos guste a los dos, o que organizamos una comida en la que preparo tu platillo favorito y tú haces un postre de esos que me encantan, o que te miro recibir tu diploma al terminar tu carrera vestida de toga y birrete (o tal vez seas tan iconoclasta como tu padre y rechaces esas convenciones sociales).

Luego pienso que sería fantástico pasear juntos, ir a un concierto de algún grupo o cantante que te guste, quién sabe, tal vez Katie Perry, por ejemplo, y seguro que me sentiré ridículo, fuera de mi elemento, pero feliz de verte feliz. Luego, para compensar, a lo mejor veamos a U2 y tú dirás “osh, música para papás”, pero no podrás ocultar lo bien que lo pasaste.

Subiremos el Cerro del Tepozteco para maravillarnos con el hermoso paisaje del lugar donde viví uno de los mejores momentos de mi juventud. Me preguntarás qué cosas alocadas hice cuando el cabello me caía a media espalda y vestía camisas amplias, yendo de aquí para allá con el diario La Jornada en mi morral de cuero. Y tú verás mis fotos de entonces, divertida. Quizás te parezca risible la moda, o puede que regrese para esos años y la adoptes para tu propio viaje.

Te contaré del restaurante que intentamos sacar adelante un puñado de amigos, de cuando llegaban músicos, actores, titiriteros a ofrecernos sus espectáculos para el lugar que se prestaba perfecto para ello y eran todo un éxito y nuestro lugar iba haciéndose de una reputación, con un nombre que marcaba su vocación: L’Evasione.

Y nos escaparemos a los lugares donde anduve, al río cerca de Amatlán y, si corremos con suerte, veremos  las pozas y las cascadas correr de agua clara. Te platicaré de esas huidas a nadar en el río, cosas de jóvenes que se aventuran para conocer cosas nuevas, de las fiestas para celebrar el gusto de ser.

Habrá muchos personajes, algunos protagónicos junto conmigo; otros incidentales, pasajeros, que jugaron un papel importante en esas historias. Y mientras cae la noche, veremos las luciérnagas dando luz a nuestro andar, como estrellas cercanas solo para nosotros, cautivándonos con su serena magia, invisible bajo el sol.

Justo como cada paso que doy para acortar la distancia entre nosotros. Feliz cumpleaños, hija.

Te ama,

Papá

 Café Tacvba - Las Flores

jueves, 11 de diciembre de 2014

En busca de la mano de mi hija


“El pasado nunca está muerto.
Ni siquiera es pasado”

William Faulkner
Hija:

Después de meses de bloqueo en los que no había podido escribir una sola línea, hoy regreso con una historia que me cautivó tanto que la traduje a nuestro idioma, porque tiene mucho que enseñarnos aun cuando nuestras circunstancias son distintas. En ella, Thom explora sus recuerdos de padre ausente por decisión propia y por la inercia de una historia de vida que a veces parece determinar su destino; también nos cuenta cómo a pesar de ello, ha puesto todo su amor y esfuerzo para encontrar el camino de vuelta a la vida de su hija.

Te ama,

Papá


En busca de la mano de mi hija

Por Thom Bassett

De pronto, Bekah se inclinó hacia adelante, sus codos aterrizaron en la barra de la cocina y sus manos cubrían su cara empapada de lágrimas. Una vez más, trataba de ahogar un sollozo que estalló casi de inmediato como un látigo que me arrojó lejos de ella. Huí a mi dormitorio donde exploté con una sarta de palabras acusadoras, enojadas… esa fue mi reacción a la sacudida que me dio con el estruendo de su llanto.

“El pasado nunca está muerto. Ni siquiera es pasado”, dijo William Faulkner; esa máxima ha dejado de ser un cliché literario en mi vida. Mientras me sentaba ante mi escritorio y escuchaba los pasos lentos de Bekah atravesando la casa entera hasta el tercer piso, descubrí lo férreo de la verdad que nos controlaba: mi hija de 24 años y yo estábamos atrapados en ese momento terrible por nuestra historia.

Abandoné a Bekah y a su madre cuando tenía poco más de dos años de edad, un día antes de Acción de Gracias de 1992. En ese entonces, yo era un niño traumado, prisionero en el cuerpo de un hombre joven, alguien que tenía nada que ofrecer como pareja o como padre. Después de irme, casi nunca aporté para su manutención. Casi siempre ignoré los cumpleaños y las navidades. Sumando el tiempo que la vi desde su primera infancia, hasta después de su graduación de la secundaria, apenas pasamos juntos unas 72 horas.

Hice esfuerzos esporádicos por ir a verla a Texas, mientras daba tumbos de un lugar a otro –Missouri, Colorado, Vermont–. De vez en cuando alguna llamada telefónica torpe, dolorosa. La conexión fue siempre frágil, tan susceptible a la fractura una y otra vez.

Durante esos años, mis repetidas caídas en la depresión y mi lucha contra las adicciones, sin duda influyeron en mi capacidad de construir una relación con una niña que se convirtió en una adolescente cautelosa que se convirtió en una joven mujer ansiosa por conocerme. La única constante era mi silencio… porque resultaba más fácil.

Porque era más fácil repetir el patrón heredado por mi padre biológico, que nos abandonó a mi madre y a mí cuando yo tenía casi la misma edad que Bekah cuando me fui. Porque era más fácil repetir el patrón creado por mi madre y mi padrastro, que ignoraron mis necesidades cuando parecían demasiado difíciles de satisfacer. Porque era más fácil darle a Bekah el mismo egoísmo de alma rota que yo había recibido durante mi crecimiento.

Sin embargo, tengo una suerte inexplicable: el corazón de mi hija era más grande y leal que el mío. A pesar de mi egoísmo y mi ignorancia culpable, ella nunca se rindió. A pesar de mi amor extraviado y confuso, ella seguía abriéndome puertas que no me atrevía a cruzar.


Hace unos años, incluso después de haber ignorado su invitación para asistir a su graduación de la secundaria, Bekah me ofreció tomar un vuelo de cuatro horas desde Texas para visitarme en Rhode Island, donde ahora vivía, cruzar el país de sur a norte, viajar tres mil kilómetros para vernos. Esa primera vez invitó a su novio, luego viajó sola y poco a poco hicimos grandes descubrimientos. En una de aquellas visitas, al explorar el Sendero de la Libertad en Boston, supimos de nuestro mutuo y profundo interés por la historia. En otra ocasión, nos sorprendió encontrar en nuestra agudeza verbal otro rasgo compartido. Después, divertidos, nos dimos cuenta de que nuestra oreja izquierda sobresale un poco más que la derecha.

A medida que el tiempo transcurría, nuestra relación fue madurando de manera singular (aunque la convivencia no siempre fue fácil), hasta el invierno de 2012, cuando Bekah decidió que estaba lista para darle a la universidad otra oportunidad después de haber dejado los estudios temporalmente gracias a un semestre desastroso. Entonces me comunicó que quería vivir con mi novia y yo, para asistir a la universidad donde soy maestro.

De manera sorpresiva, me estaba dando una nueva oportunidad. Podía obtener una educación gratuita, al tiempo que podríamos vivir juntos, de modo que en agosto de 2013, a una edad en la que mayoría de los hijos comienzan su vida independiente, Bekah se mudó a casa de su padre. Así comenzamos una vida bajo el mismo techo por primera vez desde que usaba pañales.

Desde entonces, ambos hemos crecido como seres humano, más cercanos de lo que nunca pensé posible. Nos hemos contado lo que vivió cada uno durante los años perdidos. Estamos encantados por nuestro amor compartido por las almejas a las brasas y los insulsos programas de televisión sobre cazafantasmas. Hemos conversado sobre lo que importa y lo que es insignificante en la vida. Hoy tenemos un lenguaje común, bromas internas y una creciente alacena de recuerdos.

Este verano, mi novia viajó por cuestiones de trabajo, y ahora mi hija y yo estamos atrapados con más fuerza en la paradoja que plantea aquella frase de Faulkner. Desde que estamos solos en casa, he visto en mi hija a una joven mujer independiente y segura de sí misma, que al mismo tiempo, de manera progresiva e inconsciente, se comporta como la adolescente que intenta destrozar la paciencia de su padre al poner a todo volumen una insufrible canción de rap; luego es la niña de diez años que quiere el consuelo de papá cuando le duele el estómago. Entonces encuentro en su mirada las mismas expresiones de las pocas imágenes que poseo de su infancia.

Tal vez nada de eso sea noticia para los padres que han criado a sus hijos. Para mí, ha sido un descubrimiento profundo. Mientras voy conociendo a la Bekah de hoy, aprendo también a entender cómo se manifiesta la Bekah que sigue siendo quien era, mientras yo estaba ausente y lejano. Ese tiempo nunca podremos recuperarlo, pero tenemos momentos en los que experimentamos juntos, de manera fugaz, lo que debimos vivir en el pasado.

Al mismo tiempo, mientras más crece la confianza que vamos tejiendo juntos, más llegan a la superficie de nuestra vida nueva su rabia y su dolor por haberla privado de todo esto durante la mayor parte de su vida. El pasado no está muerto.


Así que hace unos días, sin advertencia alguna, lo que debió ser una conversación cualquiera en la cocina sobre un asunto cualquiera se convirtió en una batalla. Ninguno podía decir lo que sentía, ni siquiera entendíamos lo que estábamos sintiendo. Y terminamos cada uno por su lado, separados por una escalera y años de dolor.

Sin embargo, el presente no es sólo el pasado. A lo largo de estos quince meses maravillosos y desgarradores, he aprendido que debo enfocarme en amar a mi hija incondicionalmente.

Esa noche, salió para calmarse dando un paseo; yo le envié un mensaje diciéndole que podríamos hablar cuando ella se sintiera lista y que sentía mucho haberme salido de control. Era sólo un correo electrónico, pero supe que era importante que yo abriera la puerta primero. Bekah respondió más tarde que aún se sentía demasiado molesta para hablar de lo sucedido.

Pasaron dos días de un tenso silencio. La incertidumbre me atormentaba; quería hablar, tomarla en mis brazos, llorar, pero no hice nada de eso. Sólo traté de mostrar una tranquilidad que no sentía.

Al fin, Bekah pidió que habláramos. Sus grandes ojos verdes se llenaron de lágrimas al confesar su miedo de expresar toda su tristeza y su ira. Miedo de que si lo expresa, de nuevo haga lo que he hecho tantas veces antes: abandonarla.

El amor –ahora lo entiendo– es tan imperfecto como el corazón en el que reside. Sin duda cometeré otros errores. Pero después de escuchar a Bekah confesar su miedo, jamás volveré a alejarme de ella. Ni siquiera cuando me sienta completamente abrumado.

Se lo he dicho y ella no me cree. Entiendo que dude, a pesar de lo lejos que hemos llegado; mi hija tiene derecho dudar de mí.

Pero no importa lo que ella pueda o no creer. Siempre voy a lamentar las innumerables oportunidades de tomar la mano de mi hija que perdí durante tantos años. No importa lo que me reproche de nuestro pasado: me quedaré con ella. En la misma sala, con el mismo cúmulo de tiempo, bajo la misma tormenta de emociones. En lugar de dar la media vuelta, sostendré su mirada. En lugar de soltar su mano, mantendré la mía firme y fuerte.

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