lunes, 16 de diciembre de 2013

Un alma inconquistable


La mejor gloria no es nunca caer,
sino levantarse siempre

Nelson Mandela, 1918-2013

Mi vida linda:

Hoy se cumple un año más de aquella hermosa primera vez que te tuve en mis brazos. Siempre recordaré el momento en que las ginecólogas te ayudaron a llegar al mundo, el llanto que liberaste para tener tu primera bocanada de aire y las palabras de la pediatra: “lo felicito, tiene una niña completamente sana”. 

Ese día supe que mi vida pasaba de preocuparme sólo por mí, a construir un camino que fuera útil para ti también, para que el día en que llegue la hora, construyas el tuyo. Sinceramente, también experimenté esa angustia tan común entre quienes tienen esta experiencia por primera vez: ¿seré un buen padre? ¿Cómo hago para ser un buen padre?

Nadie puede responderlo. Pero lo que sí puedo hacer es heredarte un ejemplo concreto, humano, imperfecto: una enseñanza. Eso es lo que quiero obsequiarte en este día, con el sol de invierno iluminándonos.

¿Sabes? Tu padre creció en una atmósfera donde se respiraba el derecho a ser libre y a tener una vida en la que nadie te impusiera un lugar por tu raza, posición social o género. Abundaban los libros, las conversaciones de adultos donde se hablaba de los Derechos Humanos, la responsabilidad ciudadana de luchar por ellos, los logros, lo mucho que faltaba por alcanzar. Conocí a mujeres y a hombres que llevan en la piel las marcas de lo que gobiernos hacían –en México, Argentina, Uruguay, Chile, Puerto Rico– a quienes creían en la posibilidad de construir una sociedad más justa.

Hacia la segunda mitad de los ochentas, como muchos otros adolescentes, me enteraba de lo que sucedía en el mundo a través de la radio, ciertas revistas y ciertos diarios; si querías tener una visión más abierta del mundo, no debías confiar nunca en la televisión (cosa que no ha cambiado demasiado). En esa década cuando todavía no existía internet, intercambiaba información con amigos, con algunos jóvenes mayores que yo, con los pocos adultos dispuestos a escuchar e intercambiar ideas con quienes empezábamos a ejercitar nuestro criterio. Así, encontré otras historias muy lejanas, que no tenían que ver con la historia del continente americano. Aparentemente.

Faltaba poco para que el Muro de Berlín fuese derribado, aún perduraba la Guerra Fría y la división entre el bloque occidental, encabezado por Estados Unidos, y el bloque comunista, liderado por la hoy desaparecida Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS).

En la fiebre que hubo durante esos años por lo que llamaban El Compromiso, muchos de los músicos que escuchábamos se involucraron en la defensa de los Derechos Humanos. Generalmente, volteaban hacia los llamados “países del tercer mundo”, naciones sin la riqueza ni la fuerza para ser parte de ninguno de los dos bloques, un tanto a merced de la rivalidad de los más fuertes.

Estos músicos que llegaban a millones de jóvenes, nos aportaban visiones sobre la injusticia a la que eran sometidas personas y sociedades enteras. Entre esas historias, llegó a mí la de Nelson Mandela, preso desde hacia unos 22 años por su oposición al gobierno de su país, que segregaba a la raza negra. Como siempre, mi curiosidad me llevó a investigar más sobre el tema, pero en esos días no existía ese simple escribir un nombre en Google y dar clic, así que tomé la enciclopedia de historia universal que teníamos en casa y pude conocer un poco más acerca de Sudáfrica, el origen del régimen del Apartheid, la supremacía blanca. Alguna vez, haciendo tarea para mi clase de inglés en la Biblioteca Benjamín Franklin, pude conocer otro poquito sobre Sudáfrica, pero casi nada sobre Mandela.

En realidad, mi fuente principal de información sobre él procedía de los conciertos que se organizaban para difundir los Derechos Humanos, en los que gente como Peter Gabriel, U2, Simple Minds, nos daban noticias acerca de injusticias como las que se cometían en contra de algunas personas que encabezaban o iconizaban el dolor de sociedades enteras.

De alguna manera, lo poco que pude saber sobre él, me hizo verlo como un Mahatma Gandhi contemporáneo. A través de los siguientes años, llegué a oír que líderes de potencias occidentales lo consideraban un terrorista, que la URSS imprimió sellos postales con su imagen. No sé si era mi impresión o por lo atento que estaba de él, pero cada vez escuchaba más sobre lo que pasaba en Sudáfrica y que mucha gente estaba presionando para que fuese liberado.

En 1988, mientras en México se preparaba un fraude que haría presidente a Carlos Salinas, el 11 de junio se llevó a cabo en Londres un concierto en el estadio de Wembley para homenajear a Mandela por su cumpleaños número setenta. No sé si él se haya enterado del evento, pero llegó a millones de personas y representó una presión enorme para el gobierno sudafricano, así que un año y medio después, en febrero de 1990, finalmente la justicia ganó la partida y Mandela fue liberado. A mis 17 años, con inocencia adolescente, me sentí alegre porque significaba para mí y muchas otras personas que podía haber un mundo mejor.

Seguí con mi vida, siempre atento a Madiba –como supe en la década pasada que le llamaban con cariño y profundo respeto–. Me emocioné cuando ganó las elecciones en 1994 y encabezó una muy compleja transición que unificó a los distintos pueblos y razas de su país. ¡Quién pensaría que un hombre de su edad tendría la energía para hacer algo así! Pues lo hizo, sacudiéndose el rencor que pudo haber cultivado en su alma durante esos veintisiete años, inspirando a su gente y a millones de personas más allá de sus fronteras.

Cuando niño, en la primaria aprendí a ver a un Padre de la Patria como un ser casi fantástico, perfecto, sin manchas. Conocer a un hombre al que en vida bautizaron así en su nación, le daba un giro de 180 grados a lo que me enseñaron. Éste era un personaje con sus fallas, que no pretendía ser perfecto, incluso sonreía y bromeaba con calidez. Empuñó las armas antes de ser encarcelado, porque llegó a convencerse de que ese era el único camino que le dejaban, pero en su vejez, lideró a un país que estaba al borde de la guerra con el báculo de la paz y la reconciliación. La crónica que ligo aquí lo explica mucho mejor que yo

Otra coincidencia: el año en que terminó la relación entre tus padres, se estrenó una película que cuenta un capítulo histórico para aquel país. En 1995, durante el primer año de la presidencia de Mandela, se organizó el mundial de rugby en Sudáfrica. El primer presidente negro del país, convirtió ese evento en un paso estratégico para la reconciliación. Según lo que se plantea en la narración, Madiba dio a los jugadores de la selección sudafricana un pedazo de lo que le ayudó a derrotar todo lo que estaba en su contra, un poema escrito un siglo atrás por otro hombre con una vida dura:

En la noche que me envuelve
Negra como un pozo insondable
Doy gracias al Dios que fuere
Por mi alma inconquistable

En las garras de las circunstancias
No he gemido ni llorado
Ante las puñaladas del azar
Si bien he sangrado, jamás me he postrado

Más allá de este lugar de ira y llanto
Acecha la oscuridad con su dolor
No obstante la amenaza de los años
Me halla y me hallará sin temor

Ya no importa cuán recto haya sido el camino
Ni cuántos castigos lleve a la espalda
Soy el amo de mi destino
Soy el capitán de mi alma

El poema se llama Invictus, y lo escribió William Ernest Henley. Mandela lo repetía como un mantra cuando estaba en prisión.

Hace once días partió Madiba. La noche anterior, Daniela y yo habíamos visto nuevamente aquella película del mismo nombre; luego, platicamos sobre él y que era uno de los últimos grandes seres humanos del siglo XX. Pienso que no fue una casualidad, sino una despedida para recordar que durante unos veintitantos años estuvo discretamente presente en mi vida y en la de tanta gente.

Te preguntarás qué tiene que ver todo este viaje con el objetivo de celebrar tu cumpleaños. Hace cuatro años que no puedo cantarte las mañanitas, darte una de esas  sorpresas que tanto te gustan, darte un abrazo. Así que voy dejándote mi huella, para que el día en que estemos juntos de nuevo tengas los regalos más importantes que un padre puede darle a su hija: aquello que he aprendido para salir siempre adelante con dignidad. Una herencia mayor que cualquier cosa, porque pasa de generación en generación, de frontera a frontera, de una raza a la otra.

Para mí, tu llegada ha sido el más grande regalo que me ha dado la vida y el que yo he dado al mundo, por eso sé que lo que pueda dejarte para tu bien es lo más importante. Madiba me inspiró tanto, que al primer proyecto que comenzamos, le pusimos ese nombre que ayuda a saber que no importa cuántas veces nos encontremos con el suelo, la mayor gloria es siempre ponerse de pie.

Cuando aprendías a caminar, buscaba impulsarte en todo momento a ir más lejos. Cuando eras más grandecita, te hacía saber que podías hacer lo que la imaginabas. Varias veces caíste, algunas te consolé y luego te ayudé a volver a explorar; en otras ocasiones, te levantaste sola.

Un día, en el parque, ibas de un juego a otro como todos los niños. En un momento, te quedaste pensativa por unos segundos, estabas poniéndote un reto. Caminaste decidida sin decir a dónde ibas y comenzaste a trepar un muro para escalar, sin pedirme ayuda. Al llegar la cima, volteaste orgullosa y sellaste con un “¡Bravo!” tu victoria, que la abuela y yo celebramos aplaudiéndote con mucha felicidad.

Supe que estaba enseñándote bien, porque así he aprendido de gente cercana y personas ejemplares para la humanidad. Ésas son las cosas que quiero dejarte para que construyas un alma inconquistable.

Feliz cumpleaños, hijita.

Te ama,

Papá 

jueves, 28 de noviembre de 2013

Un brillo cálido en los ojos


Cuando el niño era niño 
no sabía que era niño,
para él todo estaba animado
y todas las almas eran una.

Peter Handke

Corazón:

En las distintas fases de la vida, hay momentos en los que estamos más receptivos para las enseñanzas. Por ejemplo, cuando se llega a los veinte años, se entra a una etapa en la que los descubrimientos suelen ser tan impactantes como al comenzar la primaria, lo que se aprende será útil para leer la realidad, para marcar la pauta de las decisiones, para definir el futuro.

En la primera mitad de los años noventa, acostumbraba ir a todas las muestras de cine que pudiese. Vi algunas grandes películas, otras medianas y otras muy olvidables. Confieso que disfrutaba esa pose soberbia de analizar la dirección, la fotografía, el guión, la ambientación, actitud muy de universitario con aficiones al arte y muchos talleres por el estilo. Esas predilecciones se convirtieron después en herramientas prácticas.

Entre los muchos filmes que vi, uno aún me estremece como aquella primera vez: Las alas del deseo. Es la historia de Damiel, un ángel que como todos sus congéneres no puede interactuar con las personas, sólo las mira profundamente, las escucha y, cuando alguien sufre, tiene la capacidad de reconfortarle e infundirle ganas de vivir con un toque imperceptible. Los niños son los únicos que pueden verlos, tal vez porque aún tienen un alma limpia.

Damiel tiene un amigo, Cassiel, a quien le comparte sus ganas cada vez más fuertes de experimentar la vida humana. Un día viajando por Berlín, Damiel conoce a Marion, la trapecista de un pequeño circo que vive en un mundo de melancolía; por ella, toma una decisión de esas que no tienen vuelta atrás.

Cada que la veo, encuentro algo nuevo. Hoy, la revisité desde el ángulo de padre. En la historia, hay mujeres y hombres preocupados por el futuro de sus hijos, que lo expresan a través acciones como la de ayudarle a una pequeña con poliomielitis a ponerse los arneses que le ayudarán a caminar, jugando con ellos o simplemente alimentándolos.  

Entonces me di cuenta de que entre los mayores temores de cualquier padre, está el no poder ayudar a nuestros hijos cuando lo necesiten.  Quisiéramos que nada les hiciera daño, levantarles del piso si han caído, acompañarles siempre.

Imposible.

A menos que se busque convertir a una persona en hijo permanente.

El camino de la vida pasa por convertirse en individuo, independizarse, tomar decisiones propias. ¿Y si una hija o un hijo cometen un error terrible? ¿O si dañan a alguien más? Tendrán la oportunidad de aprender que los errores marcan en menor o mayor medida, que quizás puedan transformar lo sucedido en algo que les ayude a vivir. ¿Y si lo que hacen merece un castigo severo? Tal vez nos hagan morir un poco o mucho y recibiremos también de alguna manera la condena. ¿Y si les acusan de algo que no cometieron? Estaremos ahí, a su lado, apoyándoles como podamos.

Seremos testigos de sus alegrías, de sus pesares. Les veremos crecer y, si hicimos bien nuestro trabajo, madurar con lo que hayan construido.

¿Y si nos los arrebatan antes de tiempo? No tengo respuesta para esa pregunta, porque ni siquiera existe una palabra que dé nombre a la pérdida de una hija o un hijo.

No soy una persona religiosa. Me educaron para decidir por mí mismo si quería seguir algún credo. En las iglesias no he encontrado respuestas a mis preguntas. Las he encontrado en las enseñanzas de la vida y en la guía distintos maestros. Eso sí, he tenido experiencias espirituales en la punta de una montaña mirando la línea que divide perfectamente la noche del día, sentado ante una enorme fogata en el desierto bajo un halo lunar, meditando al ritmo de mi respiración, contemplando un eclipse de sol, recuperando el aliento después de que la muerte se me acercó en forma de mar.

A la mitad de la vida, comencé una nueva etapa de descubrimientos. Me gusta pensar que algo me tocó para reconfortarme cuando había perdido el sentido, porque un día sin pensarlo, salí de mi cueva y me reencontré con el mundo.

“Papi, hoy le voy a decir a Marifer que tengo muchos poemas en mi casa verde”, me decías mientras yo soltaba el perno de tu sillita del coche, para luego cargarte. “¿Sí, mi vida? ¿Te gustan?”, “Sí, papi, mucho mucho… y luego vamos a jugar con Zared y Monserrat y les voy a contar que me escribiste otro poema muy bonito”, “Qué bueno que te gusten, corazón, eso me hace feliz”.

Así platicábamos, tú en mis brazos, yo caminando hacia un día más, después de haberme separado de mamá, poco tiempo atrás. Eran los días en que podía llevarte a la escuela, pasar por ti y regresarte a tu otra casa, la casa que decidí dejar. Al día siguiente, repetíamos la rutina y en el camino te decía lo mucho que te amo y que, a pesar de que mamá y yo ya no podíamos estar juntos, siempre estaremos ahí para cuidarte.

Luego, en la soledad nocturna, leía en voz alta La Odisea -había encontrado que, después de muchos intentos infructuosos, sólo así podía abordarla-. De esa manera, mi concentración era tan profunda, que entraba en una especie de ensueño: comprendí el poder de los mantras, la oración, los cantos. Un hallazgo que me ha marcado para el resto de mis días.

Una mañana de invierno, te llevaba otra vez en mis brazos a la guardería. Al doblar la esquina, un vagabundo venía hacia nosotros envuelto en un edredón absurdamente blanco, tan límpido, que era inevitable ver el contraste con su pelo revuelto y su cara negra de mugre. Recordé un canto de La Odisea que cuenta que en la antigüedad las personas eran amables con los mendigos, porque pensaban que podía tratarse de un dios disfrazado para ponerles a prueba.

Al cruzarnos, le regalamos una sonrisa. Él respondió con un brillo cálido en los ojos. La curiosidad te hizo voltear sobre mi hombro para seguirlo, y dijiste: “Mira, papi, es un ángel”. 




viernes, 4 de octubre de 2013

Esperanza


Creo que he visto una luz
Al otro lado del río

Jorge Drexler

A la memoria de Acacia Reveles,
que partió un 4 de octubre
sin tener una última vez
a su nieta entre los brazos

Hijita:

En la orilla de un río, dos hombres escuchan algo que les llama la atención, un sonido que viene de una bolsa negra flotando en la superficie. Con una rama caída, logran alcanzar el paquete, mientras cesa el sonido como si todo se quedara expectante. El primero dice rogando estar en lo cierto: "Es un gato"; el segundo exclama después de abrir un poco la bolsa y atisbar en su interior: "¡No! ¡Es un bebé!".

Con prisa, pero con mucho cuidado, saca la bolsa del agua, la deposita en el césped, la abre y los dos miran estupefactos a una bebé con un vestidito claro y una diadema elástica con un moño… no saben qué hacer, la miran agitar los brazos y las piernas como si se liberara de algo, la escuchan llorar y sólo atinan a repetir una y otra vez "¡Es una bebé! ¡Es una bebé!", hasta que reaccionan y uno la carga con las dos manos extendidas, aún en shock, como dándosela a lo intangible sin entender porqué estaba ahí esa pequeña que tal vez tendría días de nacida.

El video termina con los hombres corriendo hacia algún lugar, y nada más.

Yo me quedo con una lágrima pasmada. No comprendo qué llevaría a quien sea a hacer algo así. Concluyo que la pequeña tiene una nueva oportunidad, que ha vuelto a nacer con un dejo espiritual porque fue salvada de las aguas. Sólo me queda enviarle a través mi llanto el deseo de que hoy tenga el amor que le negaron al abandonarla.

Después, mi memoria trae ciertos recuerdos sin que yo lo pida. Primero, mis días de estudiante cuando fui asignado a un equipo para hacer prácticas con niños de preescolar; ahí conocí a dos hermanitos que, por alguna razón, vieron en mí a alguien en quien confiar. Era una experiencia nueva, porque no me sentía capaz de trabajar con niños (y aún me siento así).

Un día, ambos llegaron con moretones en sus brazos; preocupado, trabajé como pude con ellos y detecté que su papá los había maltratado, que el mayor tenía más huellas porque intentó defender al pequeño, que no era la primera vez que sucedía. Lo reporté a las maestras del kínder y me dijeron que la madre se los había confiado alguna vez: los tres eran víctimas del padre, sobre todo el más chico. No podían hacer nada. Hablé con mi maestra en la universidad y me dijo lo mismo. En aquel entonces no había protocolos para proteger a los niños y las mujeres víctimas de violencia. Y yo no supe qué hacer con mi impotencia.

Cuando terminó nuestra labor en su jardín de niños, me enfrenté a una despedida muy difícil porque de alguna manera sentía que los estaba abandonando. Me dieron un abrazo; yo le dejé a cada uno una paleta de colores y la esperanza de que entendieran que existimos hombres distintos al que les tocó como padre. 

Luego, vienen las imágenes del tiempo que trabajé con niños de la calle. Las historias de abuso en todas sus formas que recogí. La prisión del mundo en el que vivían sin posibilidades de acceder a algo mejor que el trapo empapado de la sustancia que los ayudaba a espantar el hambre.

Para entonces estaba más preparado –si puede llamársele de alguna manera– e hice lo que pude para ayudar a los que se dejaran ayudar. Cada vez que llegaba a alguno de los puentes donde vivían o los lugares donde se refugiaban, me saludaban con afecto: “¿Cómo está, psicólogo? ¿Ahora sí me va a regalar un peso?”, y ya conocían mi respuesta: “Si quieres ganarte algo, podemos ayudarte a conseguir un trabajo, ya lo sabes”. “¡No, cómo cree! Aquí soy libre de hacer lo que quiera”.

¿Cuántas muchachas y niñas? ¿Cuántos muchachos y niños? Ya no lo sé. ¿Libres de hacer lo que quieran? El mundo puede encogerse cuando un origen adverso y un ambiente hostil atrapan a un ser humano.

Fui por un instante testigo de sus vidas, de sus tragedias. Quienes trabajábamos con ellos (psicólogos, antropólogos, sociólogos, trabajadores sociales, voluntarios) les apoyamos en lo que nos permitieron, incluso cuando sus verdugos constantes –como sus propios padres, a los que dejaron atrás– trataban de victimizarlos como siempre: la policía.

¿Cómo podían ver otro mundo, si aprendieron que nada más existía aquel para ellos? Un lugar en el que la única opción era la calle que los llamaba y les prometía ser libres, hacer lo que necesitaran sin rendirle cuentas a nadie, terminar rápido su sufrimiento. El único anciano entre ellos tenía 26 años, las piernas mal curadas después de un atropellamiento y unas muletas para llegar a su destino. El precio de su libertad. Me queda el consuelo de aquellos que logramos sacar  de la calle.

Tantos niños arrojados al olvido. Y cuántas personas echando de menos a sus pequeños, añorando abrazarles, descubrir mundos con ellos.

He visto a los ojos a víctimas de algunas de las peores formas de maldad y eso me afectó mucho, porque nadie me preparó. ¿Acaso alguien puede hacerlo?

La vida puede ser tan pequeña como la haga cada quien, aunque duerma entre cuatro paredes, tenga para comer todos los días, viaje a lugares lejanos. Un rencor, un odio, pueden mantener  atrapada a cualquier persona, hacerla repetir los errores… incluso los que cometieron sus padres, sus abuelos.

Pienso que tenemos la puerta abierta para aprender, para disfrutar lo que alcancemos y lo que de bueno nos toque vivir, para superar lo doloroso, para encontrar y encontrarnos: ser otros más libres.

Afortunadamente, también he visto lo que es capaz de hacer la gente bondadosa.

Cada ser humano es aquella bebé pidiendo ayuda. Su salvación tiene un nombre que quiero darle por ti: Esperanza.

Te ama,


Papá

jueves, 25 de julio de 2013

Las manos vacías



Baja tu mirada,
luna hermosa,
e ilumina esta escena

Walt Whitman

Corazón:

Una niña va de la mano de su padre, caminando hacia mí. Por un segundo, te veo en ella. Mientras siento esa humedad que se agolpa en los ojos, no me queda más que sonreír ante la escena con una mezcla de ternura y melancolía.

Recuerdo cuando te llevaba así, de la manita, y despertábamos esas miradas dulces en la gente que se cruzaba con nosotros, mientras me platicabas sobre los juegos de ese día con Marifer, Zared y tus demás amigos, bailando al ritmo de alguna canción que tarareábamos juntos, aprovechando cualquier escalón para brincar con mi mano en la tuya y sentirte así como una intrépida exploradora que puede llegar a cualquier altura.

Una niña, un niño de la mano de papá o mamá es una imagen sin tiempo ni lugar, un símbolo que pertenece a todos los seres humanos. Significa guía, vínculo, protección. Es como la extensión de la vida y otra forma de recibir la identidad. Es uno de los primeros actos que da a los hijos la confianza necesaria para cruzar una calle, un río o cualquier lugar: para ir siempre adelante.

Sé que a otras personas que pasan por esto les sucede algo parecido: pueden ver de pronto a sus hijos en otros chiquitos… siempre me pregunto por qué y mi mejor respuesta es que son los ojos del amor los que nos hacen soñar despiertos con nuestros niños, ver sus caritas sonrientes en las de otros pequeños.

En esos momentos, siento un estremecimiento en los dedos y la palma, los abro, los miro. Mi mano está vacía.

Cuando llevo así a Enrique, mi corazón palpita por cuidarlo, ayudarle a crecer y convertirse en un buen hombre. Y al mismo tiempo me duele profundamente que la otra esté llena de tu ausencia.

Por eso decidí que tengo que hacer algo, por eso Daniela y yo nos hemos unido a otras personas para luchar juntos. Cada quien con su experiencia, sabe que algo puede aportar. Y cada quien tiene una historia que contar.

Sergio se debate entre el profundo enojo, las ganas de perdonar y el darle cauce a su tremenda energía. Anabella no se rinde ante nada, aunque deba viajar kilómetros para ver a sus niñas. Nelson hace todo lo que está a su alcance por estar con su hijo, no importa cuántos obstáculos le pongan. Ariana se da el chance de sonreír para enfrentar con la mejor vibra el proceso. Ernesto busca en todo momento la manera de reconstruir la relación con su hijo recién recuperado. Sara va de un lado a otro para ayudarse, ayudar a otros y ayudar a su pequeña a regresar. Juan Carlos mira con melancolía, me atrevo a decir que es quien ha pasado la peor prueba, pero nada le arrebata la dignidad ni el objetivo de encontrar a su hija.

Son apenas unas cuantas vidas, pero somos muchos más. Edgar, Ruth, Alfredo, Norma Patricia, Iram... Nos hemos encontrado con tantas personas que también conocen perfectamente el coraje, la tristeza, la indignación. Todos sabemos cómo se siente que los juzgados hagan más lentos aún los procesos, que otras instituciones te rechacen e incluso se rían de ti, que la gente que ignora este problema te juzgue, que las exparejas hagan todas las trampas que quieran, que nos acusen de cosas monstruosas y se ufanen de su impunidad.

Pero más allá de eso, creo que compartimos de alguna manera una preocupación: el daño principal se le está haciendo a nuestros hijos. Yo, por ejemplo, me niego a que crezcas con una idea equivocada de mí, que hagas lo mismo que me han hecho o que te hagan pasar por lo mismo que estoy pasando. Si bien hay que cosas que están fuera de mis manos, hago las que sí lo están, aportando trabajo e ideas.

Dos años atrás, cuando comencé a levantarme, encontré un blog que inspiró esta bitácora. Hace unos meses conocí a su autor: Sergio. Juntos, hoy buscamos la manera de conjuntar a más personas que también tienen las manos vacías de aquellas otras que habitan su corazón.

Miro de nuevo a ese padre y a su niña. Ahora lo entiendo. Tu mano está en la mía.

Te ama,

Papá


viernes, 3 de mayo de 2013

Los ojos del corazón


Sólo se ve bien con el corazón.
Lo esencial es invisible a los ojos.

El zorro al Principito
Antoine de Saint-Exupéry

Mi vida linda:

Las cosas siguen cambiando. Todo mejora, aunque sea difícil. Aun así, la energía sobra para ir hacia adelante: esta es la cosecha de un trabajo constante.

¿Sabes? Pocas veces te he hablado de mi padre. En realidad sé poco sobre él, porque siempre se negó a compartir su ser. Pero ahora comprendo que con todo y sus errores, algo me enseñó de gran importancia.

Cuando cumplí seis años, me regaló la primera novela que leí y que me marcó para siempre: El Principito. Es una hermosa historia de un viaje, de una búsqueda… o mejor dicho, del viaje y la búsqueda de dos seres cuyas vidas se cruzan para transformarlos.

Algo compartían que ya puedo ver: la tenacidad; uno, por reparar su aeroplano y retomar su camino; el otro, por darle a su rosa lo que le pidiera y comprender por qué las cosas son como son. Y él, si bien tuvo una infancia con carencias y dificultades, forjó un carácter que lo llevó a conseguir logros que parecían lejos de su alcance.

Recuerdo que, al ver mi fascinación por la historia, nos llevó a ver una puesta en escena en un teatro que ya no existe. Había mucha gente y nada de luz. La producción estaba ante la disyuntiva de cancelar, esperar a que pasara el apagón o ingeniárselas para dar la función.

Se decidieron por aquello que hace de las artes el vehículo del espíritu creador. Y en un recinto completamente negro, actores, iluminadores, tramoyeros y sonidistas dieron vida a la magia, improvisando con lo que tenían a su disposición: lámparas de mano, voces y ecos haciendo al viento o a la música o al fuego, pero, especialmente, pasión por lo que hacían.

Salimos felices y con un buen recuerdo para vivir.

Hoy, veo que mi padre nos dio lo que tenía… aunque no lo supiese. Todos esos viajes que hicimos por el país, donde vimos lugares que pocos podían –porque le gustaba descubrir sitios destinados a los viajeros, no a los turistas–. Todas esas mañanas de sábado para enseñarnos a andar en bicicleta o en patines. Todas aquellas tardes en que, al escuchar el sonido de sus pasos, nos preparábamos para echarnos a sus brazos y él tenía que dejar el portafolio ágil, mientras mi hermano volaba desde el sofá.

Ahora lo entiendo.

Los pasos que estoy dando. Las personas con las que me estoy encontrando. Los objetivos que estoy logrando. Todo tiene que ver con esa parte de mí que lleva lo mejor que me heredó él.

Llevamos una relación difícil. Tal vez porque somos tan opuestos en ideas y convicciones. Pero por sobre todo eso, aprendí de él a empeñarme por llegar a donde quiero.

Cuando comencé mi viaje, era El Principito; ahora soy el piloto, y he logrado reparar mi aeroplano para continuar el viaje.

Y esa nave se llama Invictus.

Todo por tu bien y el de otr@s niñ@s como tú.

Te ama,

Papá

viernes, 22 de marzo de 2013

La guerra terminó


Duerme,
mi pequeña

Voy a salir
por ahí ahora
tras la aurora
 más serena

Chico Buarque
(Acalanto para Helena)


La espera siempre es inquietud, y la cuenta de los días para el momento tan anhelado llena de preguntas, planes, proyectos. Mi espera se prolongó nueve días desde que firmamos el nuevo convenio, hasta el sábado en que mamá se comprometió a llevarte al parque donde acordamos que nos veríamos.

Pero no llegó.

Y yo repasé lo que imaginaba con emoción creciente antes de esa mañana: te veía más larga, más bonita de como le decías a la psicóloga que eres, tal vez curiosa y desconcertada a la vez conmigo, mirándome a los ojos de vez en cuando, buscando la aprobación de mamá para acercarte a mí, y en algún momento un beso, un abrazo suave para decirte cuánto te amo. Un nuevo comienzo, un reencuentro… el más importante de mi vida.

Hacía frío. Tus tíos Iván, Jair y yo estuvimos de acuerdo en que ésa era una buena justificación para que mamá no te llevara. Me acompañarían nuevamente el domingo.

Primera lección

Esa tarde, escribí mi decepción en Facebook, dije que estaba preparado para el plantón, pero que a pesar de eso, nada me detiene; como respuesta, recibí muestras de apoyo de amigos y familia, más una observación muy certera de Paty: “Nunca te prepares para esto. Nunca te prepares para que salgan las cosas adversas. Por ej. Si alguien va a la batalla, nunca se prepara para perder, se prepara y entrena para ganar o nadie se prepara para reprobar un examen, se prepara para pasarlo, ¿qué no?... De ser así, ya va predispuesto a perder o reprobar, y seguramente, lo hará. Es muy diferente tener un plan B o alternativo”.

Tal vez me concentré demasiado en la posibilidad de que mamá hiciera lo mismo que ha hecho durante todo este tiempo, como si lo invocara.

El domingo me levanté temprano nuevamente. Estaba un poco cansado de tanto cantar, brincar y bailar: el día anterior Daniela y yo lo pasamos increíble en el Vive Latino. Sin embargo, me sentía con mucha energía, así que me alisté, desayuné contento, me puse los audífonos y me llevé la canción que terminó la noche anterior, una que pertenece a la banda sonora de mis veintitantos:

Tender is the night
Lying by your side
Tender is the touch
Of someone that you love too much
Tender is the day
The demons go away
Lord I need to find
Someone who can heal my mind

Come on, Come on, Come on
Get through it
Come on, Come on, Come on
Love's the greatest thing
That we have

En el camino iba pensando en la sesión tan intensa que tuve con Paty unos días antes. Fue como si llevara un enorme costal de donde saqué una piedra tras otra, hasta dejarlo vacío e inútil. Es muy difícil resumir lo que hablamos, pero básicamente hubo tres puntos fundamentales: uno, estoy harto de la guerra con mamá; dos, me he reprimido mucho el disfrutar la vida, como si en tu ausencia fuese casi un pecado ser  feliz; y tres… el más duro… si fuera por tu bien, ¿estaría dispuesto a dejar de pelear por ti, con tal de protegerte de esa guerra entre mamá y yo? ¿Estaría dispuesto a liberarte de mi necesidad de ser padre?

La respuesta es sí. Aquella ocasión en que casi me lío a golpes con el novio de tu tía, tuve la lucidez suficiente para retirarme, porque me negué a que presenciaras una escena extrema; ya era demasiado con los gritos a media calle y la tensión que generó el instante. El primer deber de un padre es proteger a sus pequeñ@s. Por lo tanto, si debo sacrificarme por tu bien, estoy dispuesto a hacerlo.

Segunda lección

Al salir de su consultorio, recordé la última vez que puse mis pies en la arena y el mar, una tarde en la que te llevé de la manita cuando apenas empezabas a caminar para que vieras esa inmensa belleza. Nos quedamos los dos de pie mirándolo, tú absorta y yo preguntándome qué pasaba por tu mentecita, sintiendo por primera vez la brisa marina, el romper dulce de las olas en la playa y el sol comenzando a caer. Fue mi regalo para ti. Desde entonces no he vuelto a pisar el mar con esa profunda alegría.

El domingo tampoco te llevó mamá. Pero yo no estaba furioso como lo estuve en muchas ocasiones durante los tres años pasados. Ya no estoy enojado con mamá, eso también es liberador; la guerra entre nosotros terminó. Entonces hablé con tus tíos sobre el plan B.

Esa tarde, Dani y yo fuimos de nuevo al festival y lo pasamos mejor aún que el día anterior. He aprendido que disfrutar la vida también es construir para ti un hogar lleno de amor, a donde puedas llegar cuando lo necesites. Hay una canción que me gusta muchísimo que se llama “Siguiendo la luna”: la coreé a todo pulmón, pensando en cuánto te gusta esa luz, en las veces que la veíamos juntos, como hechizados por su hermosura. Eso me hizo feliz.

Hoy se cumplen tres años de la última vez que estuvimos juntos. Tres años en los que no he dejado de buscarte.

Ya dije que estoy dispuesto a sacrificarme por ti, que estoy dispuesto a soltar mi necesidad de ser tu padre, dejarte libre, porque l@s hij@s no nos pertenecen, porque no son objetos, sino personas a quienes tienes el privilegio de preparar para que tomen su propio camino al crecer; que cometerán sus propios errores y tendrán sus propias dificultades, pero también su propia dicha. Los padres somos responsables de enseñarles a enfrentar los desafíos y a buscar la felicidad.

Hace tres años que yo no tengo tal privilegio, porque me lo han arrebatado.

Eso no significa que esté dispuesto abandonarte. Seguiré adelante ante los tribunales, porque defender mis derechos como hombre y ciudadano es también una forma de dejarte una herencia, aunque hoy no la conozcas.

La guerra terminó. El camino es largo.

Te ama,

Papá
 


lunes, 11 de marzo de 2013

Contra el veneno



Hay hombres que luchan un día
y son buenos.
Hay otros que luchan un año
y son mejores.
Hay quienes luchan muchos años
y son muy buenos.
Pero hay los que luchan toda la vida:
ésos son los imprescindibles.

Bertolt Brecht

Hijita:

Después de casi tres años, mamá y yo nos encontramos. Tuvimos que hacerlo ante un juez, pero por fin lo conseguí. La experiencia fue intensa. La conclusión, que firmamos un nuevo convenio.

Mamá insistió durante todo momento en que ella nunca me impidió verte, como una manera de protegerse tras un escudo bastante endeble construido por su abogado. Yo me sostuve firme, y como le dije, no llevaba ninguna intención de pelear, sino de buscar la manera de resolver nuestros problemas y recuperarte.

Fue una discusión larga, en la que repetía una y otra vez ese mismo argumento, hasta que lo disolví: “Si tú no lo dices, lo voy a decir yo: señor juez, la principal justificación de la señora para impedir el contacto entre nuestra hija y yo, fue que me denunció ante la Procuraduría General de Justicia por un delito que no cometí”.

Con la sorpresa en la cara, el juez preguntó de inmediato “¿Es eso cierto, señora?”; ella respondió “¡Yo te di la oportunidad de explicarme lo que pasó y tú me insultaste y te escondiste!”; yo reviré sereno “Eso no es cierto y tú sabes que puedo comprobarlo”. “A ver, señora, ¿es cierto que usted denunció al señor, sí o no?”, “Sí, es cierto”, “¿Y cuál fue el resultado?”, “Los psicólogos dijeron que mi hija está de maravilla, que no le pasó nada”. “Ah, ¿entonces no hubo acción penal contra usted, señor?”, “No, no la hubo, señoría”.

“Señor, usted debe estar consciente de que la señora está en su legítimo derecho de proteger a su hija, aunque se haya equivocado; señora, el señor tiene derecho a convivir con su hija, porque ella los necesita a los dos para crecer sanamente y ser una persona de bien. Si el caso se cerró y el dictamen indicó que la niña está bien, quiere decir que pueden llegar a un acuerdo”.

“Yo estoy dispuesto a cerrar este capítulo y empezar de nuevo, ¿tú estás dispuesta?”, dije mirando a mamá directo a los ojos, tratando de conectar con ella, de decirle que estoy listo para confiar. Ella me miraba con desconcierto, enojo, miedo, inseguridad, pero replicó “Sí, estoy dispuesta”.

Sinceramente, aún me siento escéptico. He visto tantas historias parecidas a la nuestra, que hasta que tú y yo podamos vernos a los ojos una vez más, empezando a reconstruir nuestra relación, estaré confiado. Cuento las horas para ese reencuentro que fijamos para dentro de unos días.

Al final, lo que vi en los ojos de mamá, me habló de una persona confundida, tal vez atrapada… ¿en qué? No lo sé. Pero vi que realmente estaba dispuesta a recomenzar.

El problema es que muchas veces las circunstancias se convierten en torbellinos que arrastran la mejor voluntad. Pienso que quizás ése sea el caso de mamá, y que es prisionera de esa espiral violenta que forman su rencor no resuelto, la presión errónea de su familia y la mala ayuda de su abogado.

El juez nos lo advirtió: “Ustedes están aquí sin sus abogados para llegar a un acuerdo. La responsabilidad de ellos es ayudarlos a establecer buenos acuerdos, no envenenarlos. Ustedes son quienes deciden por el bien de su hija, no sus abogados”.

Cuando salimos de la oficina del juez y nos sentamos para firmar el nuevo convenio, su abogado buscó en todo momento inmiscuirse, no para aportar algo por tu bien ni para resolver de una vez por todas este enredo, sino para sentir que ganaba un caso. Él ha inyectado demasiado veneno desde hace cuatro años.

Ojalá mamá encuentre el antídoto en el fondo de sí misma, para que pueda liberarse de esa vorágine, de ese torbellino que le impide ver que por tu bien y el suyo propio, está ante la oportunidad de resolver sus problemas conmigo.

En todo caso, estoy bien preparado para lo que sea. Mi amor, como mi perseverancia, no tiene fin.

Siempre por ti,

Papá