Al otro lado del río
Jorge
Drexler
A la
memoria de Acacia Reveles,
que
partió un 4 de octubre
sin
tener una última vez
a su
nieta entre los brazos
Hijita:
En la orilla de un río, dos hombres
escuchan algo que les llama la atención, un sonido que viene de una bolsa negra
flotando en la superficie. Con una rama caída, logran alcanzar el paquete,
mientras cesa el sonido como si todo se quedara expectante. El primero dice
rogando estar en lo cierto: "Es un gato"; el segundo exclama después
de abrir un poco la bolsa y atisbar en su interior: "¡No! ¡Es un
bebé!".
Con prisa, pero con mucho cuidado,
saca la bolsa del agua, la deposita en el césped, la abre y los dos miran
estupefactos a una bebé con un vestidito claro y una diadema elástica con un
moño… no saben qué hacer, la miran agitar los brazos y las piernas como si se
liberara de algo, la escuchan llorar y sólo atinan a repetir una y otra vez "¡Es
una bebé! ¡Es una bebé!", hasta que reaccionan y uno la carga con las dos
manos extendidas, aún en shock, como
dándosela a lo intangible sin entender porqué estaba ahí esa pequeña que tal
vez tendría días de nacida.
El video termina con los hombres
corriendo hacia algún lugar, y nada más.
Yo me quedo con una lágrima pasmada. No comprendo qué llevaría a quien sea a hacer algo así. Concluyo que la
pequeña tiene una nueva oportunidad, que ha vuelto a nacer con un dejo
espiritual porque fue salvada de las aguas. Sólo me queda enviarle a través mi llanto el deseo de que hoy tenga el amor que le negaron al abandonarla.
Después, mi memoria trae ciertos
recuerdos sin que yo lo pida. Primero, mis días de estudiante cuando fui
asignado a un equipo para hacer prácticas con niños de preescolar; ahí conocí a
dos hermanitos que, por alguna razón, vieron en mí a alguien en quien confiar.
Era una experiencia nueva, porque no me sentía capaz de trabajar con niños (y
aún me siento así).
Un día, ambos llegaron con moretones
en sus brazos; preocupado, trabajé como pude con ellos y detecté que su papá los
había maltratado, que el mayor tenía más huellas porque intentó defender al
pequeño, que no era la primera vez que sucedía. Lo reporté a las maestras del
kínder y me dijeron que la madre se los había confiado alguna vez: los tres
eran víctimas del padre, sobre todo el más chico. No podían hacer nada. Hablé
con mi maestra en la universidad y me dijo lo mismo. En aquel entonces no había
protocolos para proteger a los niños y las mujeres víctimas de violencia. Y yo
no supe qué hacer con mi impotencia.
Cuando terminó nuestra labor en su
jardín de niños, me enfrenté a una despedida muy difícil porque de alguna
manera sentía que los estaba abandonando. Me dieron un abrazo; yo le dejé a
cada uno una paleta de colores y la esperanza de que entendieran que existimos
hombres distintos al que les tocó como padre.
Luego, vienen las imágenes del
tiempo que trabajé con niños de la calle. Las historias de abuso en todas
sus formas que recogí. La prisión del mundo en el que vivían sin posibilidades
de acceder a algo mejor que el trapo empapado de la sustancia que los ayudaba a
espantar el hambre.
Para entonces estaba más preparado
–si puede llamársele de alguna manera– e hice lo que pude para ayudar a los que
se dejaran ayudar. Cada vez que llegaba a alguno de los puentes donde vivían o
los lugares donde se refugiaban, me saludaban con afecto: “¿Cómo está,
psicólogo? ¿Ahora sí me va a regalar un peso?”, y ya conocían mi respuesta: “Si
quieres ganarte algo, podemos ayudarte a conseguir un trabajo, ya lo sabes”.
“¡No, cómo cree! Aquí soy libre de hacer lo que quiera”.
¿Cuántas muchachas y niñas? ¿Cuántos
muchachos y niños? Ya no lo sé. ¿Libres de hacer lo que quieran? El mundo puede
encogerse cuando un origen adverso y un ambiente hostil atrapan a un ser
humano.
Fui por un instante testigo de sus
vidas, de sus tragedias. Quienes trabajábamos con ellos (psicólogos,
antropólogos, sociólogos, trabajadores sociales, voluntarios) les apoyamos en
lo que nos permitieron, incluso cuando sus verdugos constantes –como sus
propios padres, a los que dejaron atrás– trataban de victimizarlos como
siempre: la policía.
¿Cómo podían ver otro mundo, si
aprendieron que nada más existía aquel para ellos? Un lugar en el que la única
opción era la calle que los llamaba y les prometía ser libres, hacer lo que
necesitaran sin rendirle cuentas a nadie, terminar rápido su sufrimiento. El
único anciano entre ellos tenía 26 años, las piernas mal curadas después de un
atropellamiento y unas muletas para llegar a su destino. El precio de su
libertad. Me queda el consuelo de aquellos que logramos sacar de la calle.
Tantos niños arrojados al olvido. Y cuántas personas echando de menos a sus pequeños, añorando abrazarles, descubrir mundos con ellos.
He visto a los ojos a víctimas de algunas de las peores formas de maldad y eso me afectó mucho, porque nadie me preparó. ¿Acaso alguien puede hacerlo?
Pienso que tenemos la puerta abierta
para aprender, para disfrutar lo que alcancemos y lo que de bueno nos toque
vivir, para superar lo doloroso, para encontrar y encontrarnos: ser otros más
libres.
Afortunadamente, también he visto lo
que es capaz de hacer la gente bondadosa.
Cada ser humano es aquella bebé pidiendo
ayuda. Su salvación tiene un nombre que quiero darle por ti: Esperanza.
Te ama,
Papá
Omarrrrrrrr Moisessssssss te encontré y ahora he leido ´todas tus publicaciones , en verdad me apena lo que estas pasando, y enterarme lo de tu mami , por ahi tengo su teléfono que alguna vez hable con ella, y hace poco tiempo pensé en hablarle para preguntar por ti. Yo tengo 18 años casada y tres hijos de 17 , 13 y 6 años . Buscame en Facebook con mi nombre completo Norma Angélica Rivera Carreón, me gustaria mucho platicar contigo.
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