miércoles, 16 de mayo de 2012

Adiós sin fin

Me estremecieron mujeres
que la historia anotó entre laureles.
Y otras desconocidas, gigantes,
que no hay libro que las aguante.

Silvio Rodríguez

Mi niña:

El día de las madres nunca fue un día verdaderamente especial para nosotros. Era más importante el 8 de mayo porque esa es la fecha del cumpleaños de tu abuela; de hecho, ella misma no le daba gran peso al 10 de mayo.

Ahora ya no está la abuela. Pero decidimos convocar a la familia para celebrar su cumpleaños como lo hicimos durante los últimos diez años, por lo menos. Y fue lindo que vinieran para recordarla sin tristeza (o no tanta).

Platicamos sobre las veces en que tratamos de que fuera una sorpresa y entonces alguien le llamaba para preguntarle qué llevar a la fiesta, “¿Cuál fiesta?”, “La del sábado en tu casa”, “!Ah! ¿La fiesta sorpresa de mi cumpleaños? Pues no sé, llámale al organizador”.

O cuando en alguna ocasión le pregunté, “¿no te vas a bañar?”, “No; no pienso salir hoy”, luego empezaban a llegar los invitados y ella me quería ahorcar.

¿Pero quién fue la abuela? Es difícil sintetizar una vida en pocas líneas, pero puedo decirte que era una mujer de su generación que siempre trató de predicar con el ejemplo, algo que aprendió de sus años de activismo al principio en (tal vez) la primera organización civil en México, el Centro de Comunicación Social (Cencos), después en Mujeres para el Diálogo, una organización feminista.

Creía en la igualdad y muchas veces se indignaba cuando en sus últimos años veía a otras mujeres agredir a los hombres, quitándoles a los hijos, por ejemplo. “Me duele ver que eso por lo que nosotras luchamos durante años, lo usen hoy como arma para curar su despecho”, decía.

Mi madre perdió a la suya cuando era una niña. Eso la marcó, la obligó a ser fuerte. Creció hasta los doce años en un internado dirigido por monjas que endurecieron aún más su carácter a fuerza de castigos, mentiras y biblias que la mayoría se aprendió como los monos aprendían a mover los controles de las primeras naves espaciales. Eso sí, explotaban su hermosa voz en los festivales pertinentes.

Sólo recordaba con cariño a una monja joven a quien un día sorprendió cantando en un pasillo y que al ver a mi madre, enrojeció para guardar silencio de inmediato y decirle con un guiño “tú no me oíste”; comprendió que ése era su voto: abandonar el amor por el canto para entregárselo a su dios. Fue su cómplice y compartió con ella algunos momentos inolvidables, pero también dos nombres: María de Jesús.
           
Al terminar la primaria, ya no la admitieron de vuelta “por rebelde”. Regresó con su padre, un hombre intransigente que la orilló a independizarse cuando tenía dieciséis años para huir de las golpizas y las agresiones.

Cuando nos contaba sobre su adolescencia, siempre decía “anduve mucho tiempo rodando de aquí para allá, sola, insegura, sintiéndome horrible porque las monjas nos decían que éramos feas y jamás íbamos a encontrar un hombre que nos quisiera”.

También decía que seguramente fue muy afortunada porque a pesar de todo conoció gente buena que la ayudó. Hubiera sido muy fácil que cualquiera le viera la cara. porque seis años en el internado y otros tantos en el castillo de la pureza la hacían muy vulnerable al mundo.

Así conoció a mi padre a los diecinueve y se dejó seducir por su enorme familia, algo que ella nunca tuvo y deseaba mucho. Tres años después me tuvieron a mí.

Por un azar llegó a Cencos. Ahí conoció a muchos luchadores sociales como Angela Davis, Ernesto Cardenal, Rosario Ibarra, el mismo Pepe Álvarez Icaza, fundador de la organización,  y muchos otros, quienes la influenciaron profundamente.

Un mundo desconocido hasta entonces se abrió ante sus ojos. Antes supo del movimiento del 68 y su desenlace, “pero estaba muy ocupada con mis propios problemas existenciales como para entender qué estaba sucediendo en el país, hasta que llegué a Cencos”.

Recuerdo muy claro cuando nos llevaba a las oficinas de la organización en Medellín y Puebla; la fuente de las Cibeles y las marchas por los Derechos Humanos; las horas en el Parque España donde mi hermano y yo la esperábamos jugando; los festivales donde se presentaba para cantarle a la libertad y donde encontró sentido a su pasión por la música, como un vehículo para la concientización y la denuncia.

Decidió separarse de mi padre diez años después porque no quería otro tirano en su vida. Abandonó su amor por la música por el amor hacia sus hijos. Pensaba que no podía darse el lujo de poner en riesgo nuestro alimento.

La abuela fue dura muchas veces con nosotros. Como mujer sola que crió a dos varones, solía ser exigente aunque intentaba no ser arbitraria. No hay padre ni madre que se salve de cometer errores, pero al final nos formó con honestidad y firmeza.

Decía que ella no iba a educar a un par de machos, así que nos enseñó a ser solidarios para que el día que tuviéramos una pareja compartiéramos la vida, los derechos y las obligaciones.

Así fue tu abuela. Mi madre.

Aquella mujer dura que sin embargo se derretía en dulzura con sus chiquitas, como les llamaba. A ti te bañó, te arrulló, te dio los buenos días prestándole su voz a un osito de peluche, jugó contigo sin quejarse por el cansancio durante los tres años y meses que compartieron este plano de la existencia.

Sufrió mucho el dejar de verte. Lo veía en sus ojos cada que miraba tus fotos, todos los días… sólo podía musitar “mi bonita”.

Y murió sin poder decirte adiós.




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